21/06/2020
 Actualizado a 21/06/2020
Guardar
Fabero es la palabra sagrada de la minería del Bierzo. La que nombra el lugar que mejor resume un mundo, una fuerza y un dolor. Fabero es una forma de ser que tal vez no se da en las demás villas mineras del Bierzo. No tuvo tren, como Toreno, Bembibre, Ponferrada o la lacianiega Villablino, pero tuvo siempre estilo propio. Profundamente berciano. De una bercianidad que quedó al margen del camino de Santiago, del mozárabe y de los ecos de Roma, y que encontró en la antracita más pura de Iberia su potente modo de expresarse. Fabero fue la Meca de ese reto duro y admirable de la minería. Años ya desaparecidos, lo que obliga a Fabero a luchar para buscarse la vida en los tiempos nuevos. A no rendirse, verbo que se conjuga mal en Fabero, incluso en épocas tan difíciles como las actuales.

De momento esa cuenca minera, que sigue en la lucha en todos los escenarios que le van dejando, ha sido declarada Bien de Interés Cultural con categoría de Conjunto Etnológico. Ojalá ese justísimo reconocimiento, aunque tenga unos efectos económicos muy humildes, sea útil para llevar un poco de esperanza a sus habitantes. Y más que esperanza, estímulo. Fabero es un Bierzo diferente, con estilo propio. Y todos sus vecinos son mineros de una explotación que no bajará los brazos: la de querer vivir en Fabero, la de intentarlo, la de hacer de ese pequeño mundo municipal que arranca en la cordillera, un territorio abierto a la esperanza. A la originalidad. Que en Fabero se ha manifestado siempre, de muchas maneras.

Cuando yo era niño pasé algunas temporadas en la casa de mis tíos abuelos, los Gavela, en Vega de Espinareda. Dedicaba buena parte de aquel tiempo a ver pasar los camiones cargados de antracita, porque al girar en el ‘Estrechón’, dejaban caer inevitablemente unos cuantos kilos de carbón en cada viaje. Carbón que recogían con rapidez unas mujeres que estaban al legítimo acecho. Aquellos viejos camiones, aquel mundo, la propia palabra Fabero… quedaron en mí como el nombre de un lugar misterioso y mágico. También porque no lo conocí entonces, solo pude imaginarlo. Cuando, veinte años después por fin visité Fabero, que apenas estaba a seis kilómetros del comedor de la casa de mis tíos, desde donde yo veía pasar los camiones de antaño, sentí que me hermanaba con algo mío, que no sabría definir bien. Y que en mí sigue, como si fuera un vivir en una película de aventuras, del Far West, algo así. Donde los héroes, de verdad, eran los mineros.
Lo más leído