Las pruebas fueron admitidas de forma indiscriminada y los que testificaron contra los inculpados remunerados A diferencia de los juicios del Tribunal Militar Internacional de Núremberg, que procesó a los principales criminales de guerra nazis bajo la jurisdicción de las cuatro potencias aliadas, los tribunales de Dachau fueron representados exclusivamente por militares de los Estados Unidos sin experiencia legal. El tribunal militar de Dachau estimó que el personal de Mauthausen, cualquiera que fuera su cargo u oficio, militar o civil, era considerado culpable de cometer crímenes de guerra, principio que violaba el derecho a la presunción de inocencia e igualaba así la carga penal de un SS a la del resto del personal del campo, incluidos los propios deportados colaboradores forzados o voluntarios del régimen concentracionario.
Durante casi tres años los militares estadounidenses juzgaron en Dachau a 1.672 individuos en 489 procedimientos separados, de los cuales 1.416 responsables de mando de los campos de exterminio fueron declarados culpables, de éstos 297 fueron condenados a muerte y 279 a cadena perpetua. Todos los condenados fueron enviados a la prisión de Landsberg para cumplir las penas o morir en la horca. A juicio de propios norteamericanos que estuvieron presentes, los juicios de Dachau han sido el episodio más vergonzoso de la historia del los EE.UU, después de la devastación atómica de Hiroshima y Nagasaki. Las pruebas fueron admitidas indiscriminadamente y remunerados aquellos que testificaron contra los inculpados.
Un único testigo se utilizó en diferentes casos. Auténticas barbaridades narradas por los testigos llamados a declarar ante el tribunal pasaron a ser pruebas incriminatorias decisivas, pese a ser evidentes mentiras, fantasías o exageraciones por chocar contra los principios elementales de la aritmética y de la física. Cualquier objeción de los abogados defensores era inmediatamente rechazada. Los acusados, aislados del mundo exterior y sin dinero, eran incapaces de conseguir que alguien les defendiera con garantía procesal.
Al hablar de los republicanos españoles deportados a Mauthausen no todo se escribe sobre héroes y mártires. Un reducido grupo de ellos que habían sido kapos, fueron denunciados por haberse comportado como verdaderos asesinos y por ello juzgados en Dachau, o eliminados a balazos por sus propias víctimas tras la liberación del campo a partir del 5 de mayo de 1945.
Españoles en Dachau
Cinco republicanos españoles tuvieron que comparecer ante los militares estadounidenses en Dachau, acusados de cometer crímenes de guerra, cuyos expedientes reposan en los Archivos Nacionales de Maryland (NARA). Laureano Navas García, natural de Oviedo, fue acusado por un polaco de golpear a un ruso hasta matarlo. Fue condenado a cadena perpetua, pero salió en libertad tras cumplir seis años de presión. Moisés Fernández Pascual, de Bilbao, alias ‘César’, fue acusado por un yugoslavo de golpear a un compañero hasta matarlo. Fue condenado a 20 años. Murió de un infarto al séptimo año de reclusión. A Joaquín Espinosa Muñoz, catalán y pela patatas en Gusen, campo sucursal de Mauthausen, fue acusado de golpear a dos prisioneros y sumergirlos en dos tanques de agua helada. No sabía leer ni escribir. Fue condenado a tres años de prisión. Tras recurrir la sentencia, salió absuelto. Domingo Félez Burriel, turolense y barbero de profesión, le denunció un polaco de marcar prisioneros para llevarlos a la cámara de gas. Fue condenado a dos años, siendo absuelto en febrero de 1948. Acaba de morir el 20 del pasado mes de abril en Venezuela a los 96 años de edad. Sobre su peripecia vital bastante agitada ha escrito recientemente un libro la profesora e investigadora venezolana, de padres españoles, Laura S. Leret.
El minero asturiano Indalecio González fue condenado a muerte y ahorcado en 1949 en la prisión de Landsberg Peor suerte tuvo Indalecio González González, minero asturiano de La Franca, alias ‘Asturias’ y ‘Napoleón’. Varios prisioneros españoles, polacos y un teniente francés le acusaron de dar palizas a prisioneros y de ahogar a otros en una letrina de excrementos. A pesar de que no se pudo comprobar la veracidad de tales hechos, fue condenado a muerte, el único español que lo fue por crímenes de guerra. De nada le valió la intercesión de ministros de la República en el exilio, un abogado alemán, un pastor protestante, un ministro guatemalteco y la carta desesperada de su esposa Paquita desde Francia pidiendo clemencia al presidente Truman para que el tribunal, presidido por el general Lucius Clay, le conmutara la pena de muerte por la de cadena perpetua. Después de algún aplazamiento, Indalecio, que había nacido el 25 de febrero de 1902, fue ahorcado en febrero de 1949 en la prisión de Landsberg, la misma donde estuvo recluido con mejor fortuna Adolf Hitler y escrito Mein Kampf para no morir de aburrimiento tras el fallido golpe de estado o putsch de Múnich, en noviembre de 1923. En 2010, el superviviente valenciano Luis Estañ Callosino reconoció que Indalecio le había salvado la vida al apartarlo de un grupo de prisioneros que miembros de la SS despeñaron por un barranco. Probablemente ese testimonio favorable no le hubiera ahorrado la soga al cuello.
En 1948, la transcriptora e intérprete de la corte de Dachau, Eve Hawkins, manifestó su repudio por las condenas impuestas a los cinco españoles al carecer éstos de abogados profesionales que los defendieran y el fallo de no saber español. Eve redactó estas irregularidades en una carta dirigida al director de The Washington Post en 1948, recogida posteriormente en el libro de Joseph Harlow, Innocent at Dachau, 1993.
Crueldad intolerable
Dos kapos españoles no pudieron librase de la furia vengativa de sus compatriotas. Por alcanzar «cotas de crueldad inenarrables» (Francisco Batiste Bastos, El sol se extinguió en Mauthausen), el kapo Carlos Flor de Lis fue ejecutado por una de sus víctimas el mismo día de la liberación. El sabadellense Enrique Tomás Urpí, jefe del personal de limpieza, tenía muy claro «olvidar las ideas con el fin de salvar el pellejo», y sobre sí varios testimonios de haber asesinado a muchos españoles. El hijo de una de sus víctimas le acribilló a balazos el mismo 5 de mayo de 1945, fecha de la liberación del campo por las tropas estadounidenses. Según el leonés Prisciliano García Gaitero (Mi vida en los campos de la muerte nazis), por la cosa más nimia el ‘Tomás’ era capaz de matar, acusándole de haber matado en una sola noche a 38 compañeros porque se quejaban mucho... «y para que, claro está, no sufrieran tanto los pobrecitos». Su ejecución por propios compatriotas dos días después de la liberación no impidió que su padre, Enrique Tomás Cortés, recibiese en mayo de 1962 de las autoridades alemanas, en concepto de derechos de indemnización por la muerte de su hijo, la cantidad de 16.954 marcos (237.356 pesetas de ese año) y una pensión mensual de 128 marcos (1.792 pesetas), según consta en un documento depositado en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, entre toda la documentación de la Federación Española de Deportados e Internados Político (FEDIP), trasladada desde París a la capital charra en tiempos en que Jorge Semprún ocupó el Ministerio de Cultura.
Sin que se sepa la suerte y paradero que tuvo tras la liberación, Prisciliano habla de otro kapo asesino español, un tal Antonio, apodado el ‘Malaga’, que probablemente corresponda a Antonio López Sánchez-Holgado, gaditano, del que el leonés dice haber huido no se sabe dónde con una cantidad importante de dinero. Otros kapos españoles que figuran también en la nómina de distinguidos por sus malos instintos contra propios compañeros fueron: uno apodado ‘Tirillas’; otro llamado Ramón Vergé Armengol, responsable en la enfermería; y, por último, Vicent Ripollés Gregori, quien a juicio de Mariano Constante «era un sádico especializado en torturar a los checos» (Los años rojos). Por último, caso controvertido es el de César Orquín i Serra: según unos, delator a los nazis de la organización comunista que se formó en el campo; según otros, filántropo que expuso su vida por preservar la de los hombres que estaban a su cargo.
Ante el hecho maniqueo de españoles «buenos» y «malos», solo resta ya decir que, como la línea que separa al ser humano de un monstruo es mucho más delgada de lo que se pueda uno imaginar, cuando embarga la lectura de tantos y tantos testimonios contradictorios sobre el comportamiento de seres abocados a situaciones límite, no se pueden evitar sensaciones ambivalentes: unas veces de asco y de vergüenza, y otras de vanagloria y orgullo por pertenecer al género humano.