Que estamos vigilados ya nadie lo duda. Hablo (no escribo, hablo en el bar)del bandolero de Omaña con un colega y cuando abro el ordenador me muestra unos cuantos artículos sobre el personaje. Me cuenta el chaval que hay una zapatillas de fútbol sala de oferta y me llegan vía internetemática otras cuantas que dicen ser «más baratas» ¿Más baratas que qué si no te había dicho nada?.
Un día iba con ‘la tía’ (Pastoriza) por el Valle del Silencio, se fue la cobertura, se fundió a negro el GPSante las airadas protestas nuestras y cuando regresó la cobertura ‘la voz que va metida dentro’ nos dijo: «Lo siento, yo hago lo que puedo?» ¿Pero, no estábamos incomunicados.
Y ya no te cuento cuando sacas dinero del banco (bueno, del banco no, el dinero es tuyo, lo que pasa es que el banco te cobra por guardártelo) y te están vigilando desde todas las esquinas como si estuvieran seguros de que vas a atracarlo, como si no supieran que es exactamente al revés.
El caso es que ante tanto acoso de vigilancias ya nadie se fía de nada y cualquier botón nos parece una cámara, cualquier bombilla creemos que lleva dentro una grabadora, cualquier caja tirada en el suelo creemos que es el radar de cualquiera de las policías que vigila nuestros pasos.
Y hay inhibidores, avisadores, grupos de wasaap para avisarse... todo lo que la cabeza humana acierta a inventar para estar a salvo del ciberacoso no penado, más bien todo lo contrario. Por ello, han vuelto a lo tradicional –«como lo antiguo no hay nada», dicen– y cada vez que el perro ladra salta un dispositivo oculto y se pone en marcha la maquinaria de denunciar.
Atentos al ladrido que son 500 ‘napos’ y 4 puntos.