Hay animales, como las personas, que tienen muy buena prensa y no sabemos muy bien por qué. Cigueñas, caballos, ciervos a los que llaman directamente Bambi, pavos reales... hay quien habla de ternura, de belleza. Qué se yo.
Entre los más valorados siempre están los caballos mientras sus parientes, los pobres burros, tal vez víctimas de su nombre, siempre viajan en el otro platillo de la balanza, el de los olvidados, por más esfuerzos que en su defensa hizo Juan Ramón Jiménez.
Los caballos, como el esmoquin con sombrero, es un símbolo de distinción o, al menos, esa idea ha crecido en mi marcado por los recuerdos de una infancia rural.
Llegó al pueblo un empresario minero de pomposo apellido, coche para cada miembro de la familia aunque no lo necesitaran y esas cosas que nos parecían mágicas. Y ya nos pareció ostentación insuperable cuando se corrió la voz: «Don Mario ha traído un caballo andaluz».
Había turnos y cola para mirar por la rendija y ver qué tenía aquel caballo andaluz. Cada chaval narraba una visión fascinante al retirarse de sus quince segundos de mágica observación. Incluso nos subíamos a lomos de un burro para verlo por encima de la tapia. Y el burro, quieto.
Llegó el frío, la nieve, las heladas... y el caballo andaluz murió.
¿Moraleja? Ninguna. Es lo que hay, lo que pasó.