Cuando dieron en llamar césped a la hierba desaparecieron del panorama rural la mitad de los corrales, que se convirtieron en jardín, donde el cortacésped (antigua segadora y ‘más antes’ guadaña) corta y recorta una semana sí y otra también, para disgusto de los topos con sus vibraciones y de los vecinos socarrones, que preguntan: «¿Y si pruebas a dejar crecer la hierba antes de cortarla otra vez?».
Y es que el corral siempre huele a abono, quedó impregnado el olor en su alma y acaba regalando su aroma.
Y las segundas residencias quieren oler a azahar, que es como dicen en la televisión para abrir el telediario los días de poco trajín que, todo hay que decirlo, cada vez son menos, Abascal e Iglesias mediante.
Y con la muerte de cada corral muere un museo al aire libre, con entrada gratuita y horizonte limpio.
¿Un museo de qué?
Esa pregunta no tiene más respuesta que la que decía Ataúlfo cuando le preguntaban si él trabajaba, pues estaba varado en el Arco de la Cárcel con un cartel que decía ‘Curas y monjas... a trabajar’.
– ¿Y usted trabaja Ataúlfo?
– Ese tema es muy otro; decía el paisanón asturiano sin inmutarse.
Pues ésa es la respuesta, ¿de qué son los museos que crecen en los corrales? Uf. Ese tema es muy otro. Y, a veces, ni eso.
Cuando el corral es museo
Mauricio Peña pone la foto y Fulgencio Fernández, el texto. La última de La Nueva Crónica
30/09/2020
Actualizado a
30/09/2020
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