«No hay nada más cabrón que el pero... todo lo anterior no vale nada». Lo dijo el paisano sin levantar la cabeza del periódico mientras escuchaba la conversación de la mesa de al lado; en la que se alababan las tractoradas, los valores de la gente del campo, la justicia de sus reivindicaciones; se entendía el hartazgo de sus gentes, el dolor de ver el desprecio por su trabajo, se lamentaba que aún existan trabajos con un rendimiento a pérdidas y la larga lista de afrentas que justificaban las protestas, hasta que la siguiente palabra fue «pero...».
En ese momento, cuando a la larga lista de reafirmaciones en el apoyo a las gentes del campo siguió la palabra, alguien pronunció «pero», el paisano de la mesa de al lado saltó como un resorte: «No hay nada más cabrón que el pero... todo lo anterior no vale nada».
Y reparas en que igual había sido incluso algo excesiva la empatía mostrada con los derechos y reivindicaciones campesinas, que resultaban llamativos tantos elegios, si nadie iba a bajar el souflé y entonces llegó una sucesión de peros cargados de mala uva, de preguntas maliciosas, de dineros sobrevolando el campo como aquellos gochos cayendo en paracaídas que nos lanzaban los americanos en ‘Bienvenido Míster Marshall’.
Si tomamos todas frases anteriores al pero y nadie parece cuestionarlas; si todos queremos lo mejor para el campo; si somos conscientes de que si ellos paran nosotros no comemos... ¿qué pinta aquí el pero? Su presencia recuerda a una famosa pelea en una discoteca de La Robla, aquello no parecía tener fin hasta que el camarero encendió todas las luces y entonces se dieron cuenta los que se peleaban que eran todos los mismos, los del mismo pueblo, pero... no se habían dado cuenta con tanta oscuridad.