Por raro que te parezca, sobre todo si eres de los que tienes la cabeza como un bombo de los vaivenes del telediario, aún quedan cosas que sí son verdad.
Quedan historias que sí son verdad aunque les cueste mucho trabajo hacerse con un hueco entre las noticias de los meses que se avecinan de reclusión menor –que si seis meses, que si dos, que si nada, que si toda la vida–; noticias que necesitan mucho sudor para sacar la cabeza en medio del periodismo de alta investigación sobre el pasado madridista del padre del tío y un primo no carnal del árbitro del partido del domingo que se jugó en sábado y del que volvería a escribir ese genio que tiene el secreto para ser el jicho de su clan, llamarle mantero, gacela y negro a un chaval de 17 años que tiene el grave pecado de recordar cómo su familia viajó en patera para que él pudiera un día ser lo que hoy ya es y que, por suerte, no caiga en una isla de tipos sin un ápice de verdad en sus historias, con lágrimas de cocodrilo mirando a la buchaca de la pasta boba por contar una vida tonta que nos cuentan y, lo que es más preocupante, nos interesa.
Pues en medio de tanta bazofia hay cosas que sí son verdad. Ahí tienes dos, la verdad de la niña y la verdad de su perro, una amistad tan entrañable como cierta, sin una lágrima de cocodrilo y con una conversación en la que sólo tiene cabida la sincera amistad, eterna.
Quedan cosas que sí son verdad
Mauricio Peña pone la foto y Fulgencio Fernández, el texto. La última de La Nueva Crónica
27/10/2020
Actualizado a
27/10/2020
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