Lo suyo sí que es nacer con estigma. Venir al mundo llamándote burro no parece la mejor carta de presentación para que hagan colas a la puerta de la cuadra en la que llegan al mundo. Y, además, la variante culta de llamarle asno, al margen de no cuajar, deja en quien la usa una cierta sospecha de neorrural sin periodo de adaptación. No me imagino a un paisano que marche de la taberna diciendo «voy a ver qué tal está ‘el mi asno’, que lo dejé paciendo en las vegas».
Y las otras alternativas —jumento, borrico— tampoco es que hagan mucho favor a su prestigio, que no tiene más que un día de gloria al año en aquel Domingo de Ramos que abre la Semana Santa con Jesucristo entrando en los pueblos a lomos de un borriquillo, que ese día hasta se le trata con un nombre cariñoso.
Y pocas circunstancias añadidas suman en la reivindicación de su pedigree. El hecho de que su nombre científico —Equus africanus asinus—nos remita a África tampoco invita a que los señoritos lo sumen a su parque de cosas de lujo en el cortijo; y si añades que la raza de más prestigio sea la zamorano-leonesa parece que no es el mejor aval para que se vuelque en su apoyo ni la Junta de Castilla y León, que no parece por la labor de incluirla en esas corridas de toros que han descubierto como el paradigma de nuestra cultura.
Nada más injusto que este trato al noble burro; trato que hace que nos extrañe que un paisano que sí sabe de su valor y valer le ponga un sombrero para las moscas mientras nos cruzamos sin sorpresa con mascotas vestidas de Louis Vuitton en un carrito que luce con orgullo su marca Jané.
Nacer con estrella o nacer estrellado. That is the question (en inglés para ver si miran mejor al burro).