Una silla vacía ya sería una inasumible barbaridad. La realidad de decenas de sillas vacías es de las cosas más espeluznantes que nos ocurren. Y sin embargo la silla vacía, un nombre en ella, una rosa en la memoria, es una escena cargada de cotidianidad, con el peligro que siempre encierra esta palabra que conjuga con costumbre.
Esta silla vacía, ese nombre en un respaldo que es esquela, esa flor que está en la fría lápida de madera todavía no causa el espanto de lo que significa; como no retumbaron con la fuerza que tenía el dolor que encierran las recientes palabras de Raquel, casi susurros pronunciados con el hilo de voz que pudo salvar de las tinieblas del dolor.
La pregunta siempre es que cómo es posible. La respuesta es el puñetazo de una realidad que existe.
Tal vez el camino sea cortar los caminos que conducen a ella. Tal vez convivimos con la sangre que no vemos o, sería peor, no queremos ver.
Escribo, como tantos días, en un bar. Viejas costumbres. En la televisión está la selección española de fútbol jugando una final. Y de repente sangra la convivencia con esa sangre que no vemos brotar. Alguien pide «quita eso», otros tres en su mesa ríen.
- ¿Te ha pasado alguna vez que te pidan que quites un partido de fútbol masculino?
- Jamás; ni aunque sea de Segunda División.
Y era una final. La selección de España. Un título en juego. Contra Francia. El todopoderoso fútbol. ¿Qué dirá el personaje hoy cuándo lo lea, que lo hará, en ese mismo bar cuya televisión pidió apagar?
Sangran las sillas vacías.
¿El problema es que no vemos la sangre?