Hay garajes, trasteros, bajos, viejos almacenes o casas del pueblo que son verdaderos talleres de lo más diverso que puedas imaginar, centros de maquinación de obras de manitas que allí van encontrando solución a los problemas del vecindario, que todos acaban pasando por allí con alguna pieza rota y una pregunta repetida: «¿Se podría hacer algo para recomponer esto?».
Y muchas veces se puede, pues todo es cuestión de máquina y un poco de ingenio. Hay verdaderos fenómenos, inventores anónimos, que le sacan a la pieza provecho y al destrozo solución. Nunca puedo olvidar a Sasi, el manco de Mondreganes, que ante lo imposible se mesaba los cabellos debajo de su eterna gorra y de esta prenda se servía para llevarle esperanza al visitante: «Esto lo hacemos con la gorra». Y lo hacía, sin necesidad de acudir al nosotros.
Pero hay otros casos, como el de la foto, en el que todas las máquinas —muchas más de las que ves— y todas las piezas —muchísimas más— están al servicio de un cerebro, de una cabeza, de una idea, de una creación. No hay piezas rotas, hay un artista que imagina desde lo más pequeño hasta lo más espectacular y monumental que cruzas cada día en tu caminar.
¿Quién es? En la imagen también está la solución. Sus obras no necesitan firma. Ellas son la firma.