Dicen los espectadores de la vida que la forma más sacrificada y habitual de combatir los intensos dolores de espalda que provoca una biografía de batalla es ir curvando el dañado torso, acercándolo al suelo y dejando de mirar al cielo porque levantar la mirada duele, como metáfora de la vida.
Es poco estética la postura. Es antinatural. Pero poner el cuerpo mirando a la tierra parece que alivia los sufrimientos.
Es, a su vez, un signo de conformidad y resignación con el pago que el destino ha querido dar a muchos años de trabajo y entrega, al maltrato a los huesos teniendo que ir a lavar a las heladas aguas del río o el caño. Al frío de los amaneceres de nieve. Parece que vivir es suficiente y se resigna a pagar por ello el precio del dolor.
Se apoyan en cualquier saliente, se curvan sobre sí mismas, se refugian en el rincón oscuro para el que nadie parece querer mirar.
Porque poner luz al rincón oscuro supone contemplar aquellas vidas curvadas para las que no tenemos ni siquiera una palabra.