Pero, ¿a partir de qué edad es conveniente que los pequeños aprendan a nadar? ¿Cómo lograr que no tengan miedo al agua para no impedir el correcto y temprano aprendizaje? Los padres se hacen estas y otras preguntas, sobre todo cuando van muy ilusionados a la playa y al intentar bañarse con sus bebés en el mar por primera vez, estos rompen a llorar y ponen su grito en el cielo.
El ahogamiento es la segunda causa de muerte accidental en menores de 14 años Según Moisés Gosálvez, director de la Escuela Nacional de Entrenadores de la Real Federación Española de Natación, el acercamiento al agua tiene que ser progresivo y debe comenzar desde que el bebé nace, con sus primeros baños en la bañera para que experimente un medio diferente, su temperatura, las sensaciones... Pero hay que ser realistas «si lo que se persigue es un objetivo de supervivencia en el agua, hay que asumir que, normalmente, hasta la edad de los dos o tres años no se logrará –explica–, ya que el propio desarrollo evolutivo y las capacidades motrices hasta esa edad van a hacer difícil un aprendizaje más tempreano». Recomienda, por ello, que los padres no tengan prisa, y que entiendan que cada niño lleva su propio ritmo. «Las comparaciones con lo que hacen y avanzan otros pequeños son odiosas», asegura.
Primeros contactos
Como especialista en el tema, Gosálvez, asegura que si es el primer verano del bebé, lo mejor es optar por introducirle inicialmente en una piscina hinchable, que tiene menos agua y le permite estar sentado bajo vigilancia, y a una temperatura de unos 30 grados aproximadamente para que no se sienta incómodo. Para que la experiencia sea divertida es conveniente ofrecerle materiales pedagógicos.Posteriormente, la etapa que comprende desde el nacimiento hasta los tres años, debe ser de aproximación y descubrimiento. «Es fundamental el papel de los padres, sobre todo durante el primer año para que el bebé comience a sentir, percibir y conocer las sensaciones del agua en contacto con su cuerpo, incluyendo las zonas más sensibles como ojos, nariz, boca, etc., porque muchos padres se ponen nerviosos cuando a sus hijos les cae agua por los ojos». Añade que el agua debe presentarse como un elemento nuevo, agradable y divertido lleno de posibilidades para sentirse bien. Se consigue manteniéndoles con puntos de apoyo (axilas, cintura, tronco...) y ofreciéndoles materiales para jugar. Es momento de que los padres aprovechen para establecer con sus hijos una atención afectiva que les transmitan calma, seguridad y confianza.
Durante el primer año, el niño debe buscar control corporal y equilibrio acuático con pequeños deplazamientos o giros. Hacia los dos años, ya tienen mayor tono muscular y control respiratorio y serán ellos mismos los que decidirán introducirse en el agua consiguiendo desplazamientos globales (sin sacar los brazos del agua) o subacuáticos (buceando). «En esta etapa se le pueden ofrecer elementos de flotación como pueden ser los churros, colchonetas o similares siempre que no se conviertan en dependientes del material y que les permitan el movimiento de brazos y piernas; también es aconsejable material de tipo recreativo que aporte la dosis de imaginación o creatividad en los niños (aros, muñecos, cubos...) según la edad en que se encuentren.
A los tres años adquieren mayor control de su cuerpo en el agua y pasan de acciones sencillas a otras con mayor dificultad como saltos y volteretas. Ya están más familiarizados con el medio y tienen más habilidades. «Es el momento de plantearle actividades que conlleven a los niños conseguir esa autonomía de movimiento que culmine con el total dominio del medio acuático –explica Gosálvez–. En esta etapa se utiliza el juego como hilo conductor de la actividad respetando su ritmo de maduración y sin quemar etapas. No hay que tener prisa, uno de los mayores errores de los padres. Entre los dos y tres años podrá “soltarse” a nadar, dependerá de cada niño y de si, además, su aprendizaje ha estado apoyado por profesionales de la natación».