Lo dejó bien advertido en la llamada telefónica previa al encuentro. «Entre Villamoros y Mansilla; cuando veáis un Quijote gigante, ahí es», explicó deprisa, acostumbrado a la indicación. Se refería a Los Nogales, una amplia finca cuyo Quijote gigante no deja lugar a dudas: este sitio lo habita un escultor. No uno cualquiera, pues José Ajenjo no es cualquier escultor. Y, aunque su indicación y el primer vistazo no son equívocos, sí sorprende lo que este terreno atesora: unos sesenta años de la obra del retratista de tallas de Semana Santa –entre otros motivos–, Víctor de los Ríos. Sesenta años de su obra y buena parte de la vida escultórica del propio Ajenjo, nacido en la localidad leonesa de Villacintor hace ya ochenta años, único conservador de la obra de su maestro De los Ríos.
El leonés ve llegar el coche. Espera en un porche junto a su pareja y sus tres perros. Uno se llama Lola. Es la primera en acercarse a la verja con ganas de saludar. Ladra hasta olfatear las manos ajenas y quedarse tranquila. Parece que huele las buenas intenciones. Ajenjo pasea parsimonioso en la misma dirección. Sigue una línea recta. Despacio, hacia delante, persiste regio en su caminar como si fuera un peregrino. Y no es baladí, pues a las puertas de este museo campestre ya puede leerse: ‘Arte en el Camino: V. Ríos, J. Ajenjo. Escultura y Pintura. Exposición’. La chapa emula un pergamino oxidado por el tiempo, pero estable, siguiendo el paso del escultor. «¿Tenéis perro?», es lo primero que pregunta después de saludar.
Ceremonioso, dirige a los visitantes hacia el rincón que guarece la infinitud de obras que conserva, restaura y realiza. Cuenta que es habitual recibir a curiosos y no teme la recepción de unos cuantos más. El ‘Monumento al minero’, el ‘Monumento al sembrador’, las numerosas piezas que se erigen en los pasos de la Pasión de León, Medina de Rioseco o Linares son sólo algunas de las creaciones visibles del de Villacintor, que guarda centenares –o miles– entre las cuatro paredes de su particular cobertizo. En su acceso, espera una especie de entradilla. «Ahora, cerrad los ojos», avisa al entrar, mientras esconde tras su figura un atril tapado por un velo que, de momento, no deja ver.
Accede directo a su almacén, por donde se mueve con prisa. ¿Cómo pueden caber tantas cosas entre cuatro humildes muros? ¿Cómo puede la biología humana permitir tal vaivén de pensamientos? Son preguntas que azotan al entrar en esta especie de local. Ajenjo salta de un lado a otro –de una idea a otra– prestando en su movimiento algún leve golpe que asusta al espectador. Asusta que su rapidez eche abajo alguna pieza y la haga añicos, pero podría caminar siendo ciego por la sala que protege como un perro guardián: se la conoce de memoria. «Cuando vengáis con más despacio», dice, a sabiendas de que es fácil querer volver. Divaga por instantes y se traslada a ensoñaciones y recuerdos y es difícil distinguir su propia obra de la de Víctor de los Ríos. No se sabe quién es quién en este almacén de arte, ideas, memoria e historia.
Pero lo que trae a estos visitantes a la finca Los Nogales es una obra en particular. Esa que, a la entrada, yacía cubierta con un velo sobre un atril de lo más sugerente. Su colocación en mitad de la sala, ante la puerta del jugoso taller, invita sobremanera a desvelarlo. Como si tras la fina tela se encondiese el atisbo más cercano a la verdad. Y es que algo así como una parte de la vida de la que fuera presidenta de la Diputación de León y el Partido Popular provincial queda implícto bajo el velo que Ajenjo retira por primera vez ante la mirada externa. La verdad de los últimos meses de vida de Isabel Carrasco, de la que este mismo domingo se cumplen diez años desde su asesinato.
«Me esforcé yo aquí lo que Dios sabe para hacer el...». Las palabras de Ajenjo quedan en el aire, aunque resulta sencillo resolver su declaración. Habla del modelo de busto de Carrasco. Un modelo hueco de escayola que reluce blanquecino junto a otras muchas obras, destacando por su puesto sobre su pedestal. El escultor se empeña en poner de fondo un panel negruzo para sacar todavía más lustre al retrato de la política. «Mira acá». Enseña otra obra. «Ya es lo último que os enseño», repite por enésima vez. Después llega la pausa. Movimiento. Pausa otra vez. José Ajenjo no para quieto. Es casi imposible seguirle el ritmo.
«¿Tú no la conociste a Carrasco?», pregunta de pronto. «¿Es ella?», vuelve a preguntar, su dedo apuntando la escayola: «¿Está lograda o no está lograda?». Mientras le observa, la compañera del artista relata el primer encuentro con la fenecida. Habiendo pasado una década, su gesto se torna todavía en una expresión de asombro al mencionar el miedo que parecía generarle a Carrasco la presencia de sus perros.
«Está preparado para pasarlo a bronce o a lo que sea», continúa Ajenjo sobre el retrato: «Ella ya tenía donde ponerlo según me dijo». La que fuera presidenta dejó caer que el busto iría a parar a la Diputación. «Allí hay obras de más presidentes», añade el escultor y cuenta que las visitas del cargo político rondarían las cuatro o cinco. Eso y las imágenes que le facilitó la secretaria de Carrasco fueron suficiente para hacer el modelo que protagoniza las imágenes que acompañan este texto.
Ahora es al escultor al que le toca posar. Y posa junto a su escayola, la coloca, la menea con cuidado. «Primero se modela en arcilla», explica al tiempo que echa una mirada discreta a la cámara que le apunta. Está más acostumbrado a ser él quien apunta la mirada. Terminan las capturas y regresa el movimiento. Quita el panel, entra y sale del taller. Lola le sigue a todas partes mientras la acompañante del artista repite la anécdota: «¡Le daban miedo los perros!».
«Un buen día», retoma Ajenjo: «Como sabía que yo hacía retratos y tal, me preguntó que por qué no le hacía uno». La respuesta fue afirmativa y el requisito, únicamente, unas fotografías que todavía guarda entre alguno de los ciento setenta kilos de libros que dice haberse traído de Suiza. «Luego, al poco tiempo...». De nuevo, la respuesta en el aire. Esta vez, igual de predecible; no tanto como el término de su trabajo, truncado por el final prematuro de una vida. Meses de trabajo, años de escultura y ningún reclamo de la pieza. «Quitando tres o cuatro, los demás ni saben que lo tengo», dice y no pueden aguantarse las ganas de preguntar por si alguna vez esta pieza llegó a pagarse. «No, no, no», responde rápido: «Murió... Bastante tuvo ya pa’ ella».
Así que ahí se queda el modelo, entre los cientos –o miles– de piezas que conforman esta peculiar galería. Se queda a modo de retrato de un momento vital antes de la pérdida de una vida, como una obra más del escultor, pero con cierto toque macabro. Ahí queda como un vestigio más del ‘Arte en el Camino’, cada uno que busque el destino de cada cual. Se queda entre la tranquilidad del hábitat del veterano Ajenjo.El artista, mientras tanto –y como él mismo señalaría–, «toma las gubias y... ¡Ala, a trabajar!».