Fuera tópicos. Nada de soledades en la noche más mágica y entrañable. Nada de manidas expresiones de la España Vaciada y otras zarandajas de despacho. Más bien todo lo contrario, encontrarás pocos rincones en los que pasar las horas de la Nochebuena más agradables y entretenidos que en la casa de Cocha y Cristina, las únicas habitantes de un pueblo leonés, La Veguellina.
Cierto que en todo el pueblo no hay ni una sola luz de Navidad, pero sí catorce gatos que caminan y toman el sol esperando que Cristina salga con la cena. Cierto que el pueblo está sin asfaltar pero Concha te cuenta cómo ha construido una ‘fortaleza’ para las gallinas, con pared de obra y puerta metálica pues el zorro acecha y acaba por encontrar hueco en las alambreras ya que, explica, "yo creo que se disecan para entrar porque se meten por unos agujeros más pequeños que este puño"; cierto que no hay agua corriente pero al caminar ante una tapia de adobe prácticamente caída en el suelo te cuentan que la "huerta es nuestra, que en ella tenemos el pozo del que llevamos el agua, que tampoco tenemos agua corriente, ni alcantarillado, claro...".
Cierto. Ciertas tantas cosas.
Como es cierto que Concha —a la que Cristina escribe un poema cada año el 8 de diciembre, su santo— está operada de la cadera, después de una rodilla y hace tan solo tres meses que se operó de la otra, que aún conserva en ella el tajazo, y ya camina sin muletas, solo con la ayuda de un palo, "para echar a los gatos y los perros que se me entrampan entre las piernas... o si aparece algún moscón".
Lo dice con una sonrisa pícara que delata que hay una historia detrás. "Cuenta Concha, cuenta".
- Nada. Fue un día que iba de paseo y apareció uno en bicicleta que me quiso importunar, le metí un palazo en la cabeza y a tierra. Pero se levantó y volvió otra vez... pues otro buen estacazo y a tierra, otra vez.
Y ríe abiertamente. No tiene miedo. No lo tienen ninguna de las dos pero Concha siempre recuerda que en el armario ‘de arriba’ tiene la escopeta. "Y si hace falta".
Caminan hablando del abandono del pueblo, les duele especialmente el de la iglesia de San Andrés, abandonada, hundida, comida por la maleza. Unos arcos en pie hablan de su antiguo esplendor, la pared vacía le hace recordar a Cristina que "siempre hablaban del gran retablo que hubo presidiendo la nave central". Llegan a una casa y las dos se detienen. "Esta gente venía bastante, estaban en el pueblo seis meses. Pero el hombre murió", explica Concha.
- Y la mujer tiene alzhéimer; remata su hija, siempre con una sonrisa, siempre pendiente de su madre. "Aquí me hago yo sola la foto, que entre tanta maleza y recién operada".
Al ir regresando los gatos se unen a la comitiva. "Ahora tengo 14"; a las gallinas les enciende la luz para que sepan que pronto llega la cena, que está calentado en la cocina, los perros saludan tranquilos desde la parte trasera. "Conviven bien, pero una vez un gato muy pequeño se metió entre los perros por ir conmigo y del susto se le cayó todo el pelo, huyó al monte, hasta que lo encontramos y volvió para casa, ¡qué mal lo debió pasar!".
Café nunca falta. Pastas tampoco. "¿Y qué tenemos de menú?".
- Pollo de corral, pero de corral de verdad, que ahí están. Unos langostinos con mayonesa que hace Cristina y una tortilla de huevos, también de verdad.
- ¿Quién mata el pollo?
Concha se ríe. Cristina lo explica. "Es que yo lo de matarlos... no. Se lo atrapo, que estoy más ágil, se lo traigo y marcho a dar un paseo mientras ella le da gañote". En el paseo ordena los recuerdos, las historias de una madre tan ejemplar como la suya, enorme trabajadora, tal vez le va dando forma para llevarlas a sus libros, pues Cristina ya ha publicado un libro infantil y una novela de la que va a salir la segunda edición. Y tiene mucho más escrito.

A Concha le gusta contar su vida y sus paradojas, sus batallas a veces perdidas pero que las convierte en ganadas con su carácter positivo, de luchadora. "Yo soy de Cabanillas y con 14 años marché a servir para León, que mi padre no quería que acabara trabajando el campo con algún agricultor o ganadero... y me fui a casar aquí, en La Veguellina, con Pacio (Hipacio), que la noche de la boda ya estuve ordeñando".
Como recuerdo de su Cabanillas y de la Navidad guarda unas viejas castañuelas, "tendrán dos siglos, que son de Villalbura, un pueblo que ya no existe, dicen que lo llevó el río".
El árbol, el nacimiento, las castañuelas y, sobre todo, la conversación, Concha y Cristina, hacen olvidar que afuera, en las calles sin luces, no parece Navidad.
- Vuelve cuando quieras, ya sabes que aquí tienes tu casa.
Pocas veces tienes tan claro que algo te lo dicen de verdad.
Menuda es Concha. Y Cristina.