La Ermita de Grandoso llama al silencio

Ubicada en la localidad boñarense de Grandoso, su primera mención escrita data de hace más de un milenio

Félix Población
20/05/2024
 Actualizado a 22/05/2024
Entrada de la ermita de La Encarnación. | FÉLIX POBLACIÓN
Entrada de la ermita de La Encarnación. | FÉLIX POBLACIÓN

El nombre de la localidad boñarense de Grandoso proviene de grandarosum, que significa terreno pedregoso, y su primera mención escrita data del año 996, cuando se lo cita como donación a los monasterios de San Salvador de Boñar y de Sahagún

A unos cinco kilómetros de la villa de Boñar, por la carretera que va a Sabero y antes de llegar a Llama de Colle, el pueblo, de apenas cuarenta habitantes, se asienta en la ladera del pequeño macizo montañoso formado por la Peña del Cuervo y La era lagua. A quien se interne por curiosidad en el lugar, con viviendas a ambos lados de la carretera, le podrá sorprender la poco vistosa torre de su iglesia parroquial, situada al poco de entrar en la localidad. El edificio se construyó en los años sesenta y más que sorprender repele por su inapelable fealdad, de la que son conscientes las cigüeñas, a las que no se les permite posadero de crianza. Cabe preguntarse si no hubo una iglesia antes con la hechura tradicional propia de las de los demás pueblos de la montaña leonesa.

Subiendo la cuesta por la calle central que cruza el caserío hasta llegar a sus espaldas, advertiremos al fondo, entre la arboleda, sobre una colina que avista la localidad desde el este, la espadaña de un edificio de apariencia mucho mayor al que lo nombra como ermita de La Encarnación, nombre asimismo del centro cultural que hay en los bajos de la nada agraciada iglesia de San Pedro.

Leemos que esta ermita fue iglesia parroquial conjunta en el pasado, tanto de Grandioso como de un poblado ya desaparecido hace siglos llamado Villar. Se trata de una construcción rectangular de mampostería, con refuerzo de sillería, cuyos orígenes datan del siglo XIII. Una entrada cerrada en la base de la espadaña es al menos de esa centuria.

La otra entrada, la principal, de traza dovelada con un sobrio alfiz que le da cierta prestancia, situada bajo el pórtico con artesonado de madera y columnas de piedra de Boñar, es del siglo XVII, exactamente de 1719, una época en que unas columnas como las dos de que consta tenían un coste de 130 reales, según especifica el panel informativo correspondiente, que también indica al visitante que la ermita fue restaurada en 2003 gracias al empeño del vecindario y varios organismos públicos. Vecinos tiene muy pocos censados Grandoso, como todos los pueblos del municipio de Boñar, poco más de cuarenta, por lo que el empeño es meritorio.

Desconozco, por no poder ver el interior del templo, el valor de los dos lienzos del retablo mayor con las imágenes de San José con el niño y San Francisco, que datan de finales del siglo XVII, así como de la talla en madera de la Virgen de la Encarnación, que es de un siglo más tarde. Me conformo con admirar la fuente de tres caños que mana al pie de la ermita, con su abrevadero de piedra, cuyas recientes y frías aguas de abril bajaban la mañana de mi visita muy rutilantes bajo el sol, supongo que desde la propia Peña de Cuervo, que rebasa los 1.500 metros de altitud. 

Su sonido refrescaba la silente pulcritud del aire, sazonada por el avivado canto con alas de la primavera, especialmente sonoro a la hora en que me puse a leer "Te llamaré silencio" (Bajamar, ed.), el último libro de mi estimado poeta Juan Ignacio González, al que le debía voz en los atrios desde que tuvo la amabilidad de mandármelo. Al hacerlo, un mirlo parecía que iba dándole réplica a los versos con su flauta de agua desde la sombra de un pino. Juan Ignacio, que en Gijón edita desde hace varios decenios unos interesantes cuadernos de poesía, introduce con un verso de León Felipe el poema que da título a su libro: "Hay estrellas lejanas, y yo sé lo que cuestan".

Como aquel que restaura, paciente, su memoria, / o aquel que reconstruye, a ciegas, la presencia/ de un cuerpo desolado entre la bruma, / así llega el amor. 

Socava los cimientos, / abre grietas de luz bajo los charcos, / y por ellas se cuelan las edades del hombre.

Queda un cuenco vacío en la sed del del invierno, / un farol amarillo al final de la calle / que se apaga en la esquina de una vida gastada.
Luego vendrá el aullido, la agonía de un perro/ y después habré muerto. 

Lloverá sobre el verso que te escribí a destiempo.
La nada no se escribe –me decías– y era cierto, / bastó esta triste soga que me ató a tu silencio.

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