Hay escritores que un día mueren y su obra se disuelve como polvus eris: no citaré a Cela por no enturbiar, ya en la segunda línea, este artículo festivo. Otros autores, sin embargo, han transitado discretos por la vida, sin más mérito que llegar a hijo predilecto de Villafranca por ser el único del pueblo que no sabe nadar, y un día se van, como nos iremos todos, y pasan los días y los años, y su obra, sólida, suave, redonda, permanece despierta en las bibliotecas, y sigue creciendo entre sus lectores, como un Burbia fresco que no cesa.
Este es el caso de la obra del escritor y ferretero Antonio Pereira, inmortalizado en el gesto definitivo de la memoria por el retrato magistral de Robés, nuestro Man Ray, nuestro Mapplethorpe: yo sería tu Patti Smith, Robés, si me lo pidieras. Los retratos de Pereira y el fotomontaje compartido con Juan Carlos Mestre, confirman el tópico: esta imagen vale más que mil palabras. Y en este punto, compartiendo la imagen, podría acabar la crónica.
Pero hemos venido de tiros largos al filandón, convocados en el Teatro Gil y Carrasco de Villafranca del Bierzo el día de san Antonio, patrono de la villa, de la villa que dormita en el Antiguo Régimen, sin renovar su peculiar contrato social desde el siglo XVI. Por aquí no han pasado Rousseau ni la Revolución Francesa: tiene más claustros y capillas que bibliotecas, y en ese caldo clerical se han criado en los dos últimos siglos unos pocos poetas gloriosos, divergentes, rebeldes, esclarecidos: Enrique Gil, Carnicer, Ursinos, Pereira, Mestre.
Todos en el exilio: ¡Ay de la villa dormida, abanicada! Cuanto más lúcidos, más distantes: Gil detestaba Villafranca, de la que no escribió ni una línea y a la que nunca volvió. El cosmopolita Ramón prefería New York y Barcelona. Ursinos se dejó la vida en el intento. Mestre, bien lo puede contar él mismo… ¿y Pereira? Un individuo disperso.
Antonio tampoco quiso vivir en Villafranca, aunque «vivía permanentemente en La Cábila»; cuanto más lejano, más intensa la melancolía. Villafranca vive y vibra en cada verso de sus poemas, en cada página de sus cuentos. A pesar de los claustros pasmados y de los incensarios cansinos —¡Qué gran oficio, botafumeiro municipal!—, tiene sentido volver a Villafranca con Antonio Pereira, quizás el más amable y el más bondadoso entre los suyos, aunque… desgranados los cuentos y consejas, no deja títere con cabeza.
Allá nos allegamos los títeres lectores, amantes de su poesía —lo mejor de Pereira—, a compartir el filandón ‘Mucho cuento: Diez años con Antonio Pereira’, orquestado por Miguel A Punto Varela, con la cofradía de Alfonso García, Cuco, Mestre, Maintoman, María José Cordero y Amancio Prada.
El obituario local hubiera titulado ‘Diez años sin Pereira’: cambiar sin por con carga el gesto con los iones positivos de la cercanía, la complicidad, el afecto: las virtudes de Antonio. Y la reciente ausencia de Úrsula —diez años y un mes con Úrsula—, derramó sobre la platea inteligencia, emociones y abrazos.
Comenzó a hilar en la rueca quien ha sido faro de las letras leonesas —y si decimos solo de las letras, mejor— desde 1985 en Diario de León, el escritor Alfonso García, evocando a Pereira sobre un vals griego de Eleni Karaindrou que bien podría haber sido lisboeta o turco. «Me place», dijo el eco, diez años después:
—Le pregunté a Pereira en varias ocasiones por qué escribía, y siempre me respondió, tajante e invariable: «Escribo para que me quieran». Y era mentira, piadosa y episcopal por supuesto. Escribía porque necesitaba contar y seguir. Seguir y contar.
Recitó luego Alfonso mis favoritos versos, los del ausente: «Cuando corono el alto del portillo / que guarda la ciudad, y Dios la guarde, / me digo: Estoy en casa, estoy seguro / hasta para morir o lo que cuadre».
A los acordes de La Internacional, Cuco Pérez introdujo en escena a un desenfadado Mestre, teatral y simpático, como pedía el cuento ‘La prevaricación’, acompañado por las evoluciones y acrobacias de Marcos y Morgane (Maintomano), demasiada vanguardia para el país de los Losadas. Me pareció que también Mestre prefería a Luisito, el de la Rúa Nueva, un vivalavirgen, que rondaba a una de las hermanas Pereira y a Toñín le pagaba el cine y los toros. Otro prevaricador, Mestrín.
Entre cuentos y poemas, la batuta de Varela fue intercalando videos de Pereira, preceptista literario: «Si dudas entre dos palabras, escoge la de menor prestigio. Yo antes hacía al revés…».
Al piano, María José Cordero prestó su voz, no sé si de terciopelo o de cereza, a la ‘Canción en la raya’ y al ‘Bolero de la ferretería’:
(…) La chapa galvanizada
en hornos altos de fuego
vibraba, curvada y dulce
materia de los calderos.
Las guadañas se escogían
arrancándoles el eco.
De nuevo la voz tronante de Mestre narró ‘Predilecto’, ‘El tornillo’ y ‘El escalatorres’; y en un giro final de guion tipo movistar, ‘La boca del Duero’ enlazó a los ausentes presentes con Amancio Prada en Porto:
«Hemos venido, Úrsula y yo, para acompañar a Amancio, que cantó en la Seiva Trupe, donde su voz sonaba con esa temperatura emocional que es su marca de fábrica. Mantengo la esperanza de que algún poema mío (¿Oporto, Sir?) le sirva de inspiración y yo vuelva a viajar detrás de Amancio, entonces para oírle y oírme»; y cumpliendo el deseo de Antonio, escuchamos todos a Amancio Prada cantar:
«Con una copa de oporto
milord contempla en la lluvia
indicios de un sol remoto.
Dos copas le van poniendo
en los ríos de la sangre
el suave calor del sueño.
Con tres copas se le entregan
mujeres de blanca piel
que inventa la chimenea».
Al anochecer, bebimos las cuatro copas, entre árboles de oro puro, a la memoria de Antonio y Úrsula; y a las cinco copas soñamos la sed del poeta, que en Villafranca es la sed del que vendimia.
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