Quizá sea una torpeza comenzar con una dickensiana historia de Navidad una vez dejado atrás el día de Reyes. A mediados del siglo XX, Isaac Martín-Granizo, farmacéutico, anhelaba lucir un abrigo de señorial corte, una de esas prendas que se cuelgan protegidas en el armario y se portan los próximos veinte inviernos en unos tiempos de escasez en que se valoraba sobremanera la poca ropa que uno tenía. Por fin, encargó uno en Ciriaco y toda la familia anduvo pendiente de su llegada. Rebasada la fecha de entrega, nada se supo del abrigo, se balbucearon algunas excusas y, con el paso de las estaciones, el asunto se desvanecería en el olvido. Muchos años después, Nila y Cristina, sus hijas, llegarían a saber que su padre se probó el abrigo en la sastrería, se vio espléndido en el espejo, salió con él puesto y, a apenas a una decena de metros, se topó con un mendigo cubierto con harapos que castañeteaba y temblaba de frío y el tan deseado abrigo quedaría pendido sobre los hombros de aquel desdichado.
Pudiera ocurrir que algún Martín-Granizo me retire el saludo, pues he violentado la intimidad y desatendido aquí la divisa familiar de la discreción. Pero es que uno siente querencia por rastrear el origen de los valores que forjaron el carácter de Nila y, además, en estos días no dejan de aflorar anécdotas de este mismo fuelle y lustre que revelan la generosidad que la distinguía. Cuesta atravesar una calle sin que alguien se pare a repescar algún suceso feliz de su memoria. Se diría que media ciudad hubiese sido su amiga; todos tienen alguna dádiva que agradecer, todos atesoran algún relato de alivio acaecido en la farmacia. Aunque la historia de tantos buenos ciudadanos se escriba con letra minúscula en notas a pie de página, son ellos los hacen del mundo un mundo mejor; Nila encaja en esta descripción, ya que si en algo se prodigó fue en dar consuelo a los necesitados de arrimo.
Quiere el aliento literario encontrar semilleros tempranos de su vocación y para ello debemos retrotraernos de nuevo a la Navidad. Siendo una niña, las pequeñas esperaban con ansia la cena de Nochebuena. Mas todas ellas se veían truncadas porque sonaba el teléfono y su padre debía levantarse de la mesa para llevar con urgencia a un cliente una bombona de oxígeno o cualquier medicamento que precisara. Deleitémonos en barruntar que aquel quebranto que provocó llantos y rabietas acabaría mudando en nociones perennes acerca un arraigado sentido del deber y una inquebrantable voluntad de servicio a los demás.
Se fue a estudiar Farmacia a Madrid y, antes de atarse a obligaciones de adultos, sacó jugo a los dones de la juventud. Aquel mezclarse con la vida le dejarían una facilidad en el trato, una curiosidad por todo y un espíritu libre adelantado al blanco y negro de la época. Décadas más tarde, una hija residió en el colegio mayor Santa María del Pino, el mismo que su madre. Pese a los años pasados, todas las monjas la recordaban. Era una chica muy popular porque no podía pararse quieta y con su desparpajo tenía revolucionadas a las otras universitarias. Gustaba de peinarlas, de depilarlas a la cera dejando quemaduras a muchas y otras veniales diabluras. Sirvan estos apuntes para pincelar una personalidad enérgica, extrovertida, vivaracha, que no se detenía ante nada y menos aún por ser mujer. Se graduó y, tras esta primera etapa de formación y de iniciar el noviazgo con Rafael Anel, su futuro marido, entró a trabajar en la farmacia de la avenida de Roma y ya profesión, vida y familia y se fundieron en uno.
Lo que otorgaría relieve público a la figura de Nila sería que se convirtió en una profesional excelsa. Una vez que se adentró en la profesión se tornó en una adicta al trabajo. Se la consideraba como una experta en la formulación magistral y compartía los saberes adquiridos con otros farmacéuticos. Pasaba horas y horas encerrada en el laboratorio investigando, preparando jarabes o tratando de recuperar viejas fórmulas de antiguos recetario conservando lo salvable de ellas y sustituyendo por nuevos ingredientes los componentes que hoy se saben nocivos. Un listado de los cursos o simposios a los que asistió fuera de León excede la extensión de cualquier artículo.
Lo abreviado de un bosquejo conmina a detenerse en lo que la farmacia llegaría a ser más que en la que ella se encontró. La coletilla «si no lo tienen en Granizo, no lo tienen en ningún sitio» llegaría a ser de uso corriente, tan vasta era la gama de lo ofrecido. Le causaba desazón que alguien cruzara las puertas en pos de una solución a un problema y no la encontrara. Se encerraba en el laboratorio hasta dar con algo que mitigara la zozobra del cliente. Una vez que en sus hijos asomó el acné, se dedicó a hacer potingues que amenguaran los granos. Sigue siendo producto estrella su crema antiestrías para mujeres embarazadas. Para dar gracia al yogur natural creó unas «esencias alimentarias» en el que unas gotitas bastaban para dar sabor a plátano, canela, anís, vainilla y otros. Y uno no entiende cómo ninguna multinacional no haya comprado su fórmula de repelente antimosquitos, pues hay quien ha regresado de la Amazonía y selvas tropicales sin una sola mordedura. Las colonias fueron otras de sus muchas creaciones y obsesiones. Mimó a los trabajadores, no despidió a ninguno y fue pionera en ampliar los horarios de apertura; muchas de sus innovaciones en la marcha del comercio o en el estricto registro de productos como el cianuro se tildaron de chifladuras y hoy, de tan razonables que eran, son de obligado cumplimiento por ley. Con sus cambiantes escaparates, decoraciones y reformas hizo de la farmacia y la droguería un lugar cálido y coqueto casi de ocio y recreo. Tan animada estaba la farmacia que los niños pasaban a la rebotica y gozaban como si estuvieran en un parque de atracciones.
En los ochenta, cuando la heroína causaba estragos, quedó conmovida por los numerosos casos de sobredosis y se volcó en proyectos en torno a drogodependencias. Preparaba en el laboratorio jarabe de metadona, el cual ayuda a deshabituarse de los opiáceos y sobrenadar el síndrome de abstinencia. Temerosa de que dejarán el tratamiento debido a lo mal que sabía, añadía esencias saborizantes, y preguntaba si lo preferían con regusto a fresa o limón. También, regalaba jeringuillas para que esquivaran el contagio de sida. Lejos de querer mantener distancia con estos drogadictos, atendía sus cuitas, contactaba con las familias, daba charlas sobre rehabilitación y, con un entusiasmo vital sin freno, intentaba reconducirlos. En este periodo la farmacia sufrió un sinfín de robos. Lo más corriente era que sonara la alarma o que un vecino la avisara de que habían roto la cristalera para entrar. Dice mucho de ella que cuando la alertaba la Policía ponía énfasis en que los ladrones no sufrieran daños en caso de ser apresados; podían ser clientes suyos enganchados al caballo que entraban por dinero o anfetaminas.
La droguería fue santuario donde surtirse de los materiales de las bellas artes y los más reconocidos artistas plásticos leoneses la frecuentaban en busca de lápices, óleos, acrílicos, bastidores, lienzos y un pellizco de arrulladora tertulia. Allí te encontrabas desde alumnos de la academia de Vargas a pintores reputados como Calzada, Llamas Gil, Vela Zanetti o Zurdo. En aquel entonces la palabra de una persona valía su peso en oro, se fiaba y lo comprado se apuntaba a la cuenta. Algunos incipientes artistas, faltos de recursos monetarios, pudieron ahondar en su pasión por la generosidad de Nila al demorar el cobro hasta que el joven soñador pudiera hacer frente o no a los pagos atrasados.
Nila destacó en la reivindicación del ramo leonés. A principios de los noventa, cuando aún era desconocido para la mayoría y su uso se ceñía a bodas y bautizos en La Cepeda y alguna otra comarca, los expuso en el escaparate por Navidad y comenzó a venderlos. Sus ramos se hicieron célebres y daba talleres para su decoración. Pudo en estas ornamentaciones explayar una vena artística y poética que latía soterrada. Hoy damos por supuesta la omnipresencia en Navidades de estos ramos en calles, comercios y viviendas. Aunque sobre esto nunca reinarán las certezas, reseñaremos que, más de treinta años después de la exposición de los primeros ramos, algunos cronistas arguyen que Nila fue la más relevante propulsora en la ciudad de esta harto reciente tradición navideña ya asentada y con visos de quedarse.
Alumbraremos una faceta llevada con elegante y sabia reserva que abrillanta una biografía por coja que esta quedará: su aporte a colectivos de desfavorecidos. Los ramos leoneses se los encargó primero a Asprona y luego a Adelfe. Una vez por semana iba a servir comidas a la Asociación Leonesa de la Caridad. Debido a la diabetes de una hija, participó en la fundación de Adele. Cuando uno de sus hijos montó una obra benéfica en Uganda, reunió cuanto pudo para enviarlo a aquel rincón de África que ella llamaba Mogambo, traición del subconsciente que cualquier cinéfilo leerá como prueba de una añoranza de la aventura. Gracias a una deliciosa nieta con síndrome de Down, se implicó en Amidown y llevó a cabo una subasta de ramos leones decorados por artistas en la que se donó todo lo recaudado. Otro tanto sucedería en torno a las barreras arquitectónicas siguiendo el empuje de una afamada nieta que despunta en el deporte.
Su amor a la gente se extendía a lo cercano. Inculcaba a sus hijos la importancia de comprar en los pequeños comercios del barrio. Siguiendo la estela de su padre, hizo acopio de atuendos, mantos y enseres tradicionales y su colección bien podría ocupar una sala de un museo etnográfico. En su laboratorio ideó aceites, barnices y otros preparados para la conservación de distintos tipos de madera adecuados para proteger antiguos aperos de labranza. Su inquietud intelectual, disciplina y apetito de saber le obligaban a leer todas las noches. Escuchaba música clásica, sentía inclinación por Chopin y sintonizaba a atronador volumen el Concierto de Año Nuevo. Apuntada de adulta a academias de idiomas, hablaba francés, regular tirando a mal el inglés y batalló con escaso éxito con el alemán. Religiosa a su manera, acudía a las iglesias fuera de los horarios de misa, adoraba la Semana Santa y exigía ver siempre a solas, meditando sobre quién sabe qué, el Encuentro.
A pesar de sus mil ocupaciones que parecían llenar todas las horas del día, Nila tuvo junto al sereno y sensato Rafael siete hijos muy queridos: Rafael, Cristina, Águeda, Julio, Isaac, Francisco y Rodrigo. Estos sumarían a la prole a sus parejas y, de momento, quince nietos. El orden y rigor que imponía en asuntos de fármacos, se extinguía al llegar a un hogar donde imperaba una chiripitiflaúitca locura. Nunca se sabía cuántos eran a comer; a veces Nila aparecía con chicos que ninguno conocía. En la economía doméstica, todo se reciclaba y se le daba un segundo uso. Las cajas de zapatos se forraban y se convertían en archiveros. En su lucha contra el caos, llenaba los muebles de simpáticas notas de advertencia con el fin de mantener algo parecido a una lógica en libros y papeles. Y ayudaba a sus hijos en los deberes con divertidas reglas nemotécnicas inventadas por ella. Siendo ecuánimes, aquel alboroto perpetuo que se vivía en la bulliciosa casa se recupera con la luz y el color de un brillante tecnicolor y se nos antoja que aciertan quienes lo rememoren como el mejor de los tiempos.
Nila, nada preocupada por el qué dirán o las convenciones y con algún defecto imperdonable como el de jamás beber alcohol, ponía en apuros a sus hijos con sus extravagancias. Al gimnasio iba en zuecos y con la estrafalaria ropa de andar por casa de la mano de algún encogido y enfurruñado hijo que temía cruzarse con compañeros de clase cuyas mamás eran mamás normales. Los domingos abría temprano la farmacia, rociaba el suelo de colonia, ponía valses y se arranca a bailarlos con el primer conocido que entrase. Creyente de la bondad de los desconocidos, aparcaba en la calle el Mehari, coche sin techo ni puertas con carrocería de plástico de naranja chillón, y siempre dejaba puestas las llaves: cuando llovía y recorrían en aquel vehículo descapotado las calles del centro con los paraguas abiertos, los niños se hundían en los asientos intentando que nadie los reconociera. Siendo los hijos una suerte de conejillos de Indias, probaba con ellos los champús que hacía en la farmacia: alguno preserva olfativo recuerdo de uno de enebro a la brea que, si bien dejaba el cabello brillante, mojado por la lluvia desprendía un fuerte aroma a obras de asfaltado y así se lo señalaban con burlas en el pupitre.
Estando algunos rondando la pubertad y con el sida asediando, al acabar una comida plantó unas cajas de preservativos sobre la mesa y explicó su finalidad y uso, todo ello en una España en la que aún no había ni educación sexual ni colegios mixtos y una adolescente poco sabía de eso y, desde luego, nunca imaginó que de eso hablaría su santa, inocente, pura y casta madre. Para el bautismo en un baile de las hijas, les confeccionó ella misma los trajes: aprovechando telas sueltas y tomando patrones con papel de periódico, hilvanó aquella mezcolanza de tejidos con unas vistosas y poco ortodoxas costuras. Los que contemplaron los vestidos y a las ruborizadas criaturas que los portaban, festejarían que Nila se hubiese consagrado a la ciencia en vez de a la moda. Y cuando de mayor descubrió las redes sociales, apenas mediaba un segundo entre tener una estrambótica ocurrencia y verterla en los comentarios; sus hijos, al leer horrorizados aquellos dislates expuestos ante miles de ojos, no hallaron en las montañas gruta lo bastante profunda para esconderse. Sin embargo, lo que en el ayer fue motivo de incomprensión y pasajero bochorno, hoy, con mayores dosis de sabiduría, se erige en fuente de regocijo y lo airean henchidos de orgullo.
En sus últimos años, el día preferido de Nila pasó a ser el día de Reyes. La razón es clara: con los hijos y nietos dispersos aquí y allá, acordaron juntarse al menos en aquella fecha festiva y no faltar nunca a dicho compromiso. A veces las semblanzas enhebran su colofón con la redondez de una fábula y Nila vino a morir el día de Reyes. Devota de la alegría, celebraremos que lo hizo rodeada de su familia. Cada uno de los siete hijos podrá susurrar en confidencia que era el favorito de su madre y, así de abracadabrantes eran las excelencias de Nila, cada uno de ellos estaría confesando una incontestable verdad. Dejó huella de amor en quienes la conocieron y a todo al que trataba le hacía sentirse como un ser especial, como si este fuera el centro del mundo. Y semejante milagro solo está al alcance de alguien aún más especial y me place creer que será así como la recordaremos.