Tres historias de vida refugiadas en La Fontana de León

El Hospital San Juan de Dios acoge en su programa de protección internacional a más de un centenar de personas, distribuidas en su finca de Armunia y en varios pisos de la provincia

16/06/2024
 Actualizado a 16/06/2024
Vladimir, Needa y Manizha se citan en la biblioteca de La Fontana junto a la traductora, Claudia, y la coordinadora del programa, Dolores Queiro. | SAÚL ARÉN
Vladimir, Needa y Manizha se citan en la biblioteca de La Fontana junto a la traductora, Claudia, y la coordinadora del programa, Dolores Queiro. | SAÚL ARÉN

La finca La Fontana hace honor a su nombre. Es una fuente de la que emana un chorro abundante de multiculturalidad. Una fuente con agua fresca para regar el terreno árido; para paliar lo árido de todas las vidas que en ella residen. Una aridez que se extiende de un lado al otro del planeta; de Europa a Asia, de Occidente a Oriente. De Rusia a Gaza y a Afganistán. Desde cada recoveco del mundo hasta España y, concretamente, hasta León. 

Un edificio para familias y personas del colectivo LGTBIQA+. Una planta para hombres solteros. Una capilla cristiana, una pequeña mezquita, una decena de tipos de dieta a elegir y una biblioteca a modo de carta de presentación; en su sección de ‘Teología’, rótulos grandes permiten leer ‘Cristianismo’, ‘Islam’, ‘Judaísmo’ en una muestra sutil de que, en La Fontana, hay sitio para personas, credos, orientaciones sexuales y géneros de todo tipo. Personas tan diversas como diverso es el mundo. Con una única característica en común: su condición de refugiados. 

«No son personas migrantes», puntualiza Dolores Queiro, coordinadora del Programa de Protección Internacional (PPI) de San Juan de Dios, responsable de la gestión de La Fontana y los siete pisos adscritos a la iniciativa: «Son personas refugiadas que llegan por un temor fundado en sus países de origen, intentando iniciar aquí una nueva vida». Son personas como Vladimir, Needa y Manizha. Personas de rostro herido, sonrisa reluciente y adherida o con un atronador ímpetu de reivindicación. Personas con la disposición y la fuerza para contar su historia.

 

Vladimir Vikulov, 30 años

Vladimir Vikulov reside en la finca. Es un joven ruso de 30 años que vive en España desde enero del año pasado. No fue hasta tres meses después cuando la vida de Vladimir se estableció en León. Es ingeniero hidráulico. Habla castellano con un acento que deja entrever sus orígenes. Explica que nació en Siberia hasta trasladarse a Moscú, donde vivió siete años. «Puedo decir que mi vida era buena, pero siempre sientes que la gente puede juzgarte sólo porque eres gay», analiza: «Para los rusos, ser gay es peor que ser una persona que se droga». En Rusia vive su madre; con la que el joven ha tenido normalmente sus «diferencias». Cuenta lo habitual de que, en su casa, utilicen el término «enfermedad» para describir su orientación sexual. «Es mi madre», dice efusivo, con un tono de sorpresa que evoca la incomprensión. Lo dice, aun así, con una sonrisa que le llena el rostro y unos ojos azules de ambición. «Es mi madre», repite: «Soy su hijo y sé que no hay mejor persona para ella, pero tengo que vivir mi propia vida en un país en libertad».  

"En Rusia, me querrían matar y  no me protegerían si digo que me quiero casar con un chico"

Sus pretensiones son las de cualquiera. Al describirlas, eso sí, lo hace con un hálito de alegría y alivio que le diferencia de cualquier otro. Lo que no es posible en Rusia, en León sí lo es para Vladimir. «Quiero sentir amor, quiero casarme con un chico», enumera: «En Rusia, no podría imaginarme en el trabajo o en otro lugar diciendo que voy a casarme con un chico porque creería que van a matarme y la policía no habría hecho nada para protegerme». Los objetivos del joven pasan primero por encontrar trabajo y, por eso, estudia un curso de atención al cliente. Entre sus sueños, a pesar de ser un enamorado de León y de sus gentes, está el trasladarse a vivir a alguna de las islas Canarias. «Por el clima», justifica liviano y tranquilo como aparenta ser.

El joven ruso Vladimir Vikulov llegó a España en enero de 2023. | SAÚL ARÉN
El joven ruso Vladimir Vikulov llegó a España en enero de 2023. | SAÚL ARÉN

 

Needa Albayrouti, 37 años

Con otro acento habla Needa Albayrouti, palestina de 37 años que llegó a España en abril de 2023. Es ingeniera informática y, durante más de una década, trabajó en el Ministerio de Salud en Gaza. También es madre de tres hijos. «Mi esposo y mi hija llegaron antes que nosotros», cuenta: «Pero, ahora, vivimos juntos en un piso de León». Habla rápido. Tiene mucho que decir. «Hoy es un día especial», arranca. Es martes, 28 de mayo; el Gobierno de España acaba de reconocer a Palestina como estado. Needa se muestra visiblemente «emocionada». «Quiero dar mi agradecimiento a España y a los países libres de todo el mundo que se levantaron a decir que no están de acuerdo con el genocidio en Gaza», sonríe, agradeciendo igualmente al Frente de Estudiantes de la ULE.

La inestabilidad de su tierra natal, con periodos de paz menos inquebrantables que los habituales conflictos bélicos, se traduce en su mirada, profunda y teñida de una nostalgia que la enfurece. Needa no está aquí por placer. «No hay seguridad, no hay comida, no hay nada», dice: «Tuvimos suerte de venir a España, pero estamos muy preocupados por nuestras familias que viven en Gaza». Le sorprende cómo, después de un mortal bombardeo en la que fuera su casa, los habitantes del resto de países no ven perturbada ni mínimamente su normalidad. «Hasta ahora, sigo escuchando los gritos de los niños que han sido bombardeados», se tapa los oídos en un acto reflejo: «Niños que han sido quemados vivos».

"Todavía ahora, sigo escuchando los gritos de los niños que han sido bombardeados vivos"

España abrió sus puertas a la familia de Needa mientras esos gritos seguían –y siguen– escuchándose en su pueblo natal, siendo un soplo de aire fresco durante el largo año que el Gobierno ha tardado en anunciar el reconocimiento desde que llegara al país. «Este reconocimiento es muy importante», opina solemne: «Pero hay que hacer otras cosas; hay que romper las relaciones con el régimen israelí, romper las relaciones económicas y el intercambio de alumnos porque, si tenemos respeto a los humanos, no podemos mantener relaciones con unos terroristas». Desvía la mirada en busca de las palabras que, segura de sí misma, quiere transmitir: «En Gaza tenía una vida genial, pero no hay futuro para los niños y siempre hay que empezar de cero, ¿voy a pasar toda mi vida reconstruyendo mis cosas?». 

Termina con una anécdota, imitando el gesto de terror de sus hijos al escuchar por primera vez un avión comercial en el aeropuerto de Madrid. Acostumbrados a los mortales aeroplanos que bombardeaban su tierra, no podían evitar sentir miedo aun en tierra extranjera, sin conflictos bélicos. El experimento de Pavlov encarnado por los niños de Gaza. La «seguridad» relativa de la que habla Needa; su hijo mayor, de 12 años, ha pasado ya por 4 guerras. Él y sus hermanos estudian; los progenitores, mientras, buscan trabajo.

La coordinadora del programa de protección, Dolores Queiro. | SAÚL ARÉN
La coordinadora del programa de protección, Dolores Queiro. | SAÚL ARÉN

 

Manizha Yaquobi, 20 años

Manizha Yaquobi, natural de la capital afgana, Kabul, tiene 20 años. Habla un inglés que roza la perfección. A su lado, Claudia, su intérprete, facilita la conversación. La joven cuenta que se trasladó a India para realizar sus estudios hasta que el estallido de la pandemia les hizo a ella y a su familia regresar a Afganistán. Lleva 8 meses en España y entiende castellano.  

«Toda mi familia pensaba que Kabul sería la última ciudad que tomarían los talibanes», relata: «Pero, una mañana de agosto, cuando acabábamos de volver de India, mi tío entró en mi habitación mientras dormía y dijo acelerado que había talibanes por todas partes». En ese momento, Manizha pensó que «era el final». Miró por la ventana. No había mujeres; sólo hombres y militares. «Era como volver atrás, a los años 90», señala: «Pensé que mi vida había terminado». Desde el primer momento –explica–, «todas las reglas impuestas por los talibanes eran en contra de las mujeres». A su corta edad, es contundente. «Quieren crear una generación de mujeres analfabetas», dice: «Tienen miedo de que las mujeres vivan como hombres, de que estén en la calle, de que reciban educación; quieren quitarnos la libertad y las oportunidades».

Manizha tuvo claro desde el principio que no quería vivir en un lugar donde sus derechos básicos se vieran amenazados. Explica que fue su contacto con una periodista británica lo que le permitió acercarse a una ONG, ‘Future Brilliance’, que les facilitó las visas para poder huir de Afganistán, haciendo escala en Pakistán. Su hermana la mira, frente a ella, sentada en una silla mientras la joven narra el intento de su padre –amenazado y avisado para que fuera «preparando su ataúd»– por acercarse a la embajada de Reino Unido. Había trabajado durante 20 años para el gobierno británico; el mismo gobierno que más tarde les dio la espalda. 

"Quieren crear mujeres analfabetas; quieren quitarnos todas las oportunidades y la libertad"

El hermano de Manizha, con su mujer embarazada, recibió varios disparos del bando talibán, todavía en Afganistán; allí estuvo hospitalizado una semana. Al mismo tiempo, el resto de la familia se trasladó a vivir a un pueblo, donde un sótano se convirtió en su casa durante una temporada. Poco después, su abuelo fallecía de un ataque al corazón. «Justo cuando estábamos en nuestro momento más bajo, recibimos la llamada de la embajada española», continúa: «Después de ser entrevistados por el embajador, conseguimos que mi hermano se viniera con nosotros a Pakistán». Ahora, sus padres, sus 5 hermanos, su cuñada, sus 3 sobrinas y ella viven en León y Valencia de Don Juan. La joven de 20 años tiene claro que quiere ser piloto. «Creo que sería la sensación más sublime de libertad», termina por decir.

Los de Vladimir, Needa y Manizha son tres relatos de dolor y miedo prematuros que se entrelazan en el programa del Hospital San Juan de Dios. Tres memorias de la huida y de la valentía que supone su asunción. Tres biografías de desarraigo que cruzan sus caminos en tierras lejanas. Tres semblanzas de esperanzas, de sueños, de motivos; de la añoranza de una libertad arrebatada. Son, en definitiva, tres historias de vida custodiadas y refugiadas en la finca La Fontana de León.

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