Pienso esto al salir de la exposición del fotógrafo Ramón Masats (Barcelona, 1931) que se puede ver en la sala El Palacín hasta el próximo 10 de junio en nuestra ciudad. Son ciento cuarenta y cuatro instantáneas de los años cincuenta y sesenta, entre las cuales hay algunas muy conocidas, no solamente para el espectador especializado sino para el público en general. Aparece en ellas una España fácilmente identificable, tumultuosa, agitada, con autoridades, guardias, curas, toreros, gente del campo y de las ciudades. Masats salió entonces a capturar los tópicos del país una vez más, como se venía haciendo desde Verhaeren, Regoyos o Solana; la España negra que no clareaba nunca; pero ya eran otros tiempos. Era la mitad de la dictadura, en algunas fotografías Franco es un busto de metal o yeso que entregan como trofeo. La España resultante de la contienda civil ya se había solidificado, se había hecho historia y estatua, sus autores se empezaban a hacer viejos o ancianos y comenzaba el éxodo a las ciudades. Los esqueletos de los nuevos bloques de viviendas asomaban mientras todavía eran visibles las españas viejas aún vivas, las de la miseria, la mugre, la religión omnipresente y con rasgos de superstición; al tiempo que se veía llegar en el horizonte el turismo como la primera entrega del futuro.

Se ve sordidez, pobreza y superstición; sin embargo, en buena parte de estas imágenes hay algo extrañamente festivo. Si uno se acerca mucho a la famosa instantánea del cura con sotana suspendido en el aire mientras se lanza a parar un gol, se da cuenta de lo joven que era y de la energía que tenía. Los pastores envueltos en mantas de rayas salen todos riéndose. Un poco más allá se ve al Cid, pero en esos años ya no es el héroe patrio sino la estrella de Hollywood Charlton Heston con armadura, descansando en una silla en medio del rodaje.
Son fotografías que acaban mostrando una superposición de varias capas de tiempo, de varias españas que se estaban solapando, unas naciendo y otras sin morir todavía. Esos años quedan perfectamente ilustrados en esos paisajes verticales que con un punto de vista elevado dejan ver desde las periferias hasta el centro de las ciudades, primero el campo, luego los prados que sirven para jugar al fútbol, más allá las casas como de pueblo y en ruinas y, en el horizonte, los nuevos edificios de pisos.