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As Time Goes By

04/10/2020
 Actualizado a 04/10/2020
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De camino a León nos multaron en Villamoros por un exceso de diez kilómetros sobre la velocidad permitida. Mientras revisaban los papeles del desfallecido Dos caballos y escudriñaban los asientos de atrás, atiborrados con las cajas de la mudanza, algunos cochazos nos rebasaban a toda velocidad ojeando nuestro dudoso aspecto de quinquis inmovilizados por la benemérita. En esos días ETA mataba cada mes.

Llegado al piso, busqué donde comprar alcayatas para un par de cuadros que combatieran el síndrome de casa vacía –deformación profesional de novato– y sobre todo la añoranza del hogar recién abandonado. En una ferretería de la Plaza Mayor me atendieron cuatro dependientes ociosos. Uno me preguntó qué deseaba, el segundo fue por las cuatro puntas, el tercero rasguñó un vale y el cuarto me cobró. Todos ellos miraban taciturnos hacia la puerta, uniformados con una bata azul ultrajado y un lapicero sujeto a la oreja izquierda. El comercio desapareció poco después.

Las primeras noches no logré dormir, sin saberlo había ido a vivir en medio de una de las aglomeraciones de bares más densas de Europa. Me uní al ruido el primer fin de semana para invocar al dios del sueño con algún sacrificio y me mudé en cuanto pude. Ese negocio no ha menguado: en el local de la ferretería abrieron un bar.

Recién incorporado al trabajo, mis amigos del gremio me previnieron de que el subsuelo arqueológico se solía arrojar a las escombreras sin miramientos: un aparcamiento subterráneo reciente lo demostraba. Ahora no me refiero a la Plaza Mayor (que también), sino a la de San Marcelo... Por aquellos años se debatía si sepultar el recién excavado interior de San Salvador de Palat de Rey que yace hoy bajo una anodina sala de exposición. Se siguen debatiendo esas conservaciones. A veces sucede lo que antes (Ad legionem, en Puente Castro), y otras quedan sótanos abiertos de higos a brevas, forma de enterrar menos terminante.

La catedral seguía en restauración, como desde el siglo XV y San Marcos languidecía intimidado por las instalaciones hoteleras y el pretencioso «estilo remordimiento» de los Paradores españoles, que en los sesenta se había cargado una buena parte del monasterio antiguo. No sé si alguien protestó en su día por ello, pero todo el mundo consideraba lo nuevo de mucho postín. Quizás por eso algunos refunfuñan ahora por la mudanza de aquel pastelón. Un no parar, los Paradores.

En aquellos meses el ayuntamiento anunciaba la inminente apertura al viandante del tramo de muralla romana de La Era del Moro, la portada gótica de la calle San Pelayo se estaba desmenuzando y visitar el llamado palacio de doña Berenguela suponía un reto. La Diputación iba a invertir en Lancia para convertirlo en un monumento visitable a la altura de su fama y se tiraban los trastos a la cabeza los alcaldes y responsables de Las Médulas, aunque solo fuese entonces patrimonio de una parte muy pequeña de la humanidad.

Según se miren, treinta años no son tanto.
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