En la lejanía tuve que girar noventa grados para deshacer el error de cálculo. Y el maestro, con su santa paciencia, me esperaba a la orilla de la pradera y de su «vaca», claros objetivos de referencia para el encuentro que yo, al romper el viento, no vi. Un fuerte apretón de manos y un café, pero... Imposible articular palabra en aquel bar debido al abuso que hacían de sus voces cuatro clientes en su empeño de (no) entenderse. Salimos. Y, a la luz del sol, entonces descubrí un pentagrama artístico en la pared exterior de su casa; una melodía pétrea con incrustaciones metálicas que, en silencio, lo decían todo. Al traspasar el portón de madera, su jovencísimo can de pelo negro se alegró, y mucho, de verme a juzgar por sus reverencias perrunas. Solos, los tres, conseguimos poner el rumbo ideal para disfrutar de una excelente realidad creativa al pasear por los jardines. Allí, acompañados por los sonidos armónicos de una fuente en la que el agua salía por la boca de un león, obra del popular artista Eduardo Arroyo, se detuvo el tiempo.
Aquel día, en Villablino, el pintor y escultor Lolo Zapico –mi ilustre anfitrión– se esforzó en llenar mi zurrón cultural con someras realidades. Y el primer ejemplo me lo dio al explicarme que aquella casa perteneció a Marcelino Rubio (1874-1936), exalumno de la famosa Escuela de Sierra Pambley y miembro de una familia emprendedora que paseó el nombre de Laciana por todo el mundo.
–¿Te suena el nombre de ‘Mantequerías Leonesas’? –me preguntó–. ¿Sí? Pues aquel imperio comercial comenzó aquí, bajo estos techos, con el nombre de La Laceaniega. Aquella familia, aprovechando la cabaña ganadera existente por estos valles de la vaca autóctona –‘Mantequera Leonesa’–, hacía mantequilla de la fina y embutidos, por lo que, al recorrer las distintas estancias, verás diversos útiles y herramientas originales de aquella actividad. Te lo explicaré.
Y así lo hizo, descubriendo para mí, por ejemplo, un diploma de reconocimiento que, a finales del siglo XIX, le otorgaron a la marca en… Filipinas. Ahora bien, como es obvio, mi objetivo en aquel lugar era otro: conocer una parte de la vida y obra artística, especialmente la escultórica, del dueño actual de la casa: Lolo Zapico, el maestro que aquel día –vaya– sufría de un fuerte dolor en la espalda.
–La culpa la tuve yo porque, ayer, al levantar de malas formas una gran piedra… Pues eso: aquí estoy pagando las consecuencias del error.
Piedras. Las piedras de Lolo están por las paredes, en el paseo de acceso y en el patio y, sobre todo, son piedras que el artista busca y encuentra para llenar de vida con sus insinuaciones metálicas: toros, vacas, caballos, búfalos…
–Soy un buscador, no lo voy a negar. Son piedras que hallo en la orilla de los ríos o por las altas montañas. Piedras con formas muy definidas que yo no altero, salvo para añadir el metal: orejas y cuernos con los que consigo mi fin. Y no las toco porque no es necesario. La pintura rupestre, bien se sabe, es una muestra de sencillez que yo adoro y defiendo. Aquellos originarios artistas nos dejaron muestra de ello en las paredes de las cuevas, siendo los primeros en definir el arte contemporáneo con sus grandezas: líneas y volúmenes sencillos para realzar un «todo», incluidos los movimientos. Y… mira. Te voy a demostrar lo que sucede cuando una piedra se encuentra, por ejemplo, en una cueva con humedad. ¿Ves? (al echarle agua por encima). Los colores se avivan, ofreciendo a nuestros ojos todo un espectáculo (como así fue). Luego, en mi estudio, te continuaré hablando sobre aquel apasionante mundo.
Luego. Porque, a la sombra de un hórreo, justo al lado de dos zonas ajardinadas, me mostró una variedad de piezas escultóricas que venían a refrendar sus últimas palabras. Una colección espectacular de «animales rupestres, setas y hormigueros» en perfecto contraste con los lienzos naturales de las praderas: piedra, metal, hierba y luz (el sol aquel día lo iluminaba… todo). Y por si fuera poco tan insólito espectáculo, la guinda que faltaba para definirlo como un lugar «bucólico» venía envuelta en plumas y cacareos: el gallinero (vivo, no vayáis a pensar mal) para uso exclusivo familiar. Suficiente, aunque…
–Sí. Puede parecer un poco morboso o tétrico, pero no lo es. Al menos así lo pienso –me dijo cuando me detuve frente a una mesa hecha con una losa fúnebre del año 1878.
–Bien. Pues tú me dirás.
–A esta pequeña zona del jardín la denomino ‘Cementerio’. ¿Ves esas piedras rodeando la escultura central? Pues esas piedras están ahí esperando una futura «resurrección». Quiero decir que, mientras no ocurra el rescate, forman parte ineludiblemente del propio montaje: un «cementerio» de piedras. ¿Lo entiendes?
–No mucho, la verdad, porque no veo relación alguna con lo de la losa fúnebre. Explícamelo para que mis lectores también lo entiendan.
–No hay problema: en la restauración que hice de la casa, justo debajo de una mesa… Al darle la vuelta, ¿qué crees que apareció?
–¿La lápida?
–Efectivamente. Esta losa corresponde a los primeros dueños de la casa. Al parecer, sus hijos con el tiempo la retiraron de la tumba para colocar otra nueva. Por qué la escondieron bajo una mesa nunca lo sabremos. Ahora bien, cuando la descubrí… Como comprenderás, no iba a ser yo el que la arrojara al infierno. Para nada. Y aquí está formando parte de «mi cementerio».
–Siendo así lo entiendo, y hasta me gustan las manzanas y las peras que la decoran.
–Esa fruta la dejo ahí de forma provisional, sin entender por qué este año se caen con tanta frecuencia.
–Ya. Pues… Si no te importa, aprovecho… (aproveché los frutos del manzano para inmortalizarle teniendo a su lado uno de aquellos «espantapájaros» que paseó por diversas salas expositivas bajo el título ‘Lolo Zapico. Camino de invierno’).
Los espantapájaros fueron, y lo continúan siendo, unos verdaderos iconos de la cultura tradicional agrícola. Un instrumento idóneo para salvaguardar las cosechas. Y Lolo Zapico, con aquella exposición escultórica, se esforzó, consiguiéndolo, en unir la singularidad protectora de los campos con el arte más vanguardista y, sin embargo, clasicista, donde la sencillez –lo digo una vez más– continuaba imperando. A aquella época pertenece también La Lola. Escultura pública que el papá y los hermanos Quijano –músicos todos ellos, como bien se sabe– donaron a la ciudad de León (escultura pública que se puede admirar en la calle Ruíz de Salazar).
Después, tras la visita a otras estancias… La casa de Lolo Zapico está salpicada de recuerdos: esculturas, dibujos, fotografías, carteles… Reflejos de importantes momentos, acompañados por grandes figuras del mundo literario y artístico. Ahora bien, si tengo que destacar un nombre, sin duda alguna me quedo con el de Eduardo Arroyo, su amigo y descubridor. Él, Eduardo Arroyo, le invitó a dejar su actividad como ingeniero de Minas para que se dedicará a la pintura, presentándole en público con las siguientes palabras: «Durante mucho tiempo Lolo Zapico ha mantenido su pintura oculta. Desde hace poco, este hombre discreto enseña su arte. Puede que yo haya sido uno de los primeros en percibir sus cualidades y obsesiones. La muy particular caligrafía de Lolo Zapico se inscribe en la pintura del siglo XX bajo la influencia del pintor americano Marc Tobey: una obsesión pictórica y una exasperación de la escritura que privilegian una poesía original. Las últimas obras de Zapico parecen cercanas a lo abstracto; pero no nos engañemos: sus cuadros son mucho más figurativos de lo que parecen».
Eduardo Arroyo acertó porque las exposiciones colectivas e individuales de Lolo se han podido admirar en diversos puntos provinciales e internacionales, como Alemania, Estados Unidos, Austria o Francia. El Premio Internacional de Arte Contemporáneo de Montecarlo o su obra pública, como la denominada 'La mina y la energía', expuesta en La Térmica Cultural de Ponferrada, le avalan.
Cuando abrió para mí las puertas de su estudio, la luz entraba a raudales por las ventanas y firmaba de belleza los cuadros y esculturas que, allí, me iba presentando. Claro que entendía muy bien sus explicaciones sobre «el arte rupestre» que estaba preparando para una gran exposición. Era la sencillez la que aparentaba resurgir de sus pinceles y paletas y, sin embargo, para conseguir el «todo» solo puedo decir que las claves para la admiración viajaban al lado de un trabajo más que minucioso. Espectacular.