Para los de mi generación, los que fuimos niños en la transición, Cela era una imagen del pasado que aparecía en la televisión: la cara extremadamente larga, de una seriedad exagerada, ausente la sonrisa, con trajes de hacía décadas y voz desafiante, malhumorado… Un fantasma de la postguerra de la que se hablaba como del tiempo de la peste.
De cuerpo presente, estatua de sí mismo en vida, hacía apariciones solemnes sazonadas de un humor parco. Era autor de novelas que salían ya en los libros de texto y que habríamos de leer por obligación en los estudios, historias llenas de frío, violencia y café con leche. Enseguida fue un personaje odiado o, al menos, desagradable para la amplia masa progresista. ¿Pero cómo se pudo haber sido, ya sea en dictadura o democracia, tantas cosas —académico de la lengua, premio Príncipe de Asturias, Cervantes, Nobel y hasta marqués— no siendo querido, no siendo amado ni amable?
Su padre se llamó Camilo y su madre Camila y contaba que, de niño, al llegar a otro colegio de los varios que le expulsaron los rapaces se decían: «Vamos a pegar al nuevo que se llama Camilo». De ascendencia británica por línea materna, a los nueve años dejó Galicia para instalarse en Madrid. Con veinte años escapó para alistarse con los sublevados de la guerra civil y fue notorio el escándalo cuando se reveló la carta con su ofrecimiento como delator de intelectuales. Así mismo, fue censor para el franquismo y censurado por él. Inventó el tremendismo y transitó, casi siempre con éxito, por diversos estilos literarios innovando.
Pero además era contador de anécdotas, viajero a pie, tertuliano, entrevistado perpetuo… Cuando lo hizo Soler Serrano, que le conocía desde hacía treinta años, se empeñó en que reconociera que, en el fondo, era un ser muy sensible, un poeta. Él no dijo ni que sí ni que no, afirmó que de él se había dicho en letra de molde desde que era un genio a un deficiente mental. Su consejo para triunfar era hacerse el tonto en un país donde todo el mundo iba de listo. En realidad, todo eso parecía darle igual e, incluso, entretenerle. Por debajo iba la socarronería, las ganas de reírse de la gravedad de la época que le había tocado vivir. Para explicarse contó que de niño fue tan feliz que no quería ser nada de mayor, ni siquiera mayor, y que hacía cosas incomprensibles como morder a una monja, tirarle el compás a un maestro o asustar en la escalera a las señoras que volvían con la cesta de la compra.
Se le echan en cara un montón de cosas extraliterarias sin reparar apenas en la escasez de compasión que muestra bastantes veces para decenas de sus personajes. Quién sabe si no fuera el último de la generación del 98, aunque hijo o nieto. Discurseó de Gutiérrez Solana al ingresar como académico, pidió prólogo a Baroja para su ‘Pascual Duarte’, recorrió a pie la Alcarria como los excursionistas noventayochistas… ¿Y si pudiéramos haber visto a Valle-Inclán, a Unamuno o a Baroja en la tele no hubiéramos tenido tal vez una impresión parecida que con Cela? Decía Caro Baroja de su tío que, en los últimos años, le tenían por el mayor energúmeno de España, un país de energúmenos. Quizá Cela fue el único de aquellos que pudo acabar su vida en una patria menos atroz, más feliz, y disfrutar las mieles del triunfo que a los demás se les negaron, tanto como para estar en posición de dar las gracias incluso a sus enemigos, como pone en la dedicatoria de uno de sus libros. Sin duda, fue el último gran monstruo literario que tuvimos, cuando ser escritor significaba todavía algo en nuestra sociedad.
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27/01/2022
Actualizado a
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