El éxodo rural es un fenómeno global, más allá de la tan frecuentemente denominada España vaciada. Un fenómeno que se aceleró con la Revolución Industrial y sobretodo en la segunda mitad del siglo XX, y que según los expertos continuará inexorablemente por la aparición de nuevos puestos de trabajo y oportunidades en las grandes urbes. Aunque Europa experimentará una desaceleración de este proceso en las próximas décadas, los analistas afirman que solo quedará en el mundo rural el 30% de la población mundial para 2050. Pero la globalización ha llevado un paso más allá el éxodo rural: la urbanización ha dado pie a otro fenómeno, el de la metropolización. Los jóvenes de la segunda mitad del siglo pasado abandonaban el pueblo en busca de oportunidades laborales en la industria asentada en los polígonos de las capitales de provincia; ahora los hijos de aquellos migrantes abandonan las regiones ‘periféricas’ en busca de empleos tecnológicos y de servicios de alta cualificación hacia grandes urbes como Madrid o Barcelona.
Durante años en nuestra historia reciente un buen número de ‘urbanitas’ ha mirado desde la atalaya de la ciudad hacia los pueblos con cierto aire de superioridad e incluso con una visión no exenta de lástima indulgente. Hablo en tercera persona, no me incluyo, porque aun siendo ‘urbanita’ (nacido, criado y estudiado en la capital del Principado de Asturias) en los primeros días del milenio hice mi éxodo inverso, y 20 años llevo ya residiendo y trabajando en un pueblo del medio rural leonés. Y les contaré un pequeño secreto; hace muchos años descubrí algo que curiosamente se ha puesto de manifiesto durante esta pandemia: el aprecio por ‘lo rural’. Durante estas semanas de confinamiento en las que buena parte de las empresas asentadas en las grandes ciudades y las administraciones han optado por el teletrabajo como método idóneo para facilitar el distanciamiento de sus empleados, desde las urbes se ha visto con envidia a aquellos que lo han podido ejercer desde sus domicilios habituales, segundas viviendas o las casas de los abuelos sitas en los pueblos. Naturaleza, tranquilidad, aire puro, seguridad y el mundo globalizado a la distancia de un solo ‘click’. Porque desde Valencia de Don Juan, Villabraz o Villaornate, tan solo hace falta una buena conexión de banda ancha para vender acciones en la bolsa de Londres, gestionar una tienda de ropa on-line o presentar un recurso de casación ante el Tribunal Supremo…
Podemos convertir nuestros pueblos en maravillosos enclaves para aplicar y experimentar las últimas tecnologías, para convertirnos en incubadoras en las que desarrollar a pequeña escala todo tipo de avances que luego se trasladen a ámbitos superiores. Qué mejor lugar que nuestros pueblos para implementar la tecnología 5G aplicada a la agricultura: sembrar con tractores autónomos, vigilar los cultivos con drones dotados de sensores y máquinas que evalúen y optimicen dónde, cuándo y cuánto fertilizar o fumigar, para finalizar cosechando mediante equipos autoguiados.
O para optimizar la gestión del agua monitorizando en tiempo real demanda, consumo e incidencias mediante la conversión de los antiguos contadores analógicos en modernas redes integradas e inteligentes que permitan políticas de ahorro más eficaces y orientadas a un mayor cuidado del medio ambiente.
O para impulsar las Comunidades Energéticas Renovables (CERs), entidades de participación abierta y gobernanza ciudadana que podrían intervenir en las distintas actividades del sector eléctrico: generación, distribución, suministro, consumo, agregación y almacenamiento de energía, o prestación de servicios de eficiencia energética y de recarga de vehículos eléctricos, fomentando así el autoconsumo y la autonomía energética. Consumo de energía renovable localmente producida que generaría importantes beneficios en términos de sostenibilidad, ahorro y competitividad para nuestros municipios, nuestros vecinos y nuestras empresas.
Los pueblos son historia, viven el presente y tienen futuro. Para ello solo necesitamos un ingrediente fundamental: el compromiso de las administraciones provincial, autonómica y estatal traducido en financiación, infraestructuras y mantenimiento de servicios públicos esenciales, dígase educación y sanidad. El resto ya lo ponemos nosotros; si algo nos sobra es buena materia prima para cocinar cualquier plato.
La envidia de ‘lo rural’, por Juan Pablo Regadera
El alcalde de Valencia de Don Juan habla de cómo aprovechar las oportunidades que ofrecen los pueblos
21/06/2020
Actualizado a
21/06/2020
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