En esencia, las perdices son animales de presa y su naturaleza, forjada a lo largo de generaciones y generaciones de existencia como parte de un ecosistema concreto, las obliga a permanecer alerta. A vivir con el miedo a ser devorados como única herramienta para no acabar, en efecto, siéndolo. Y sin saber del todo por qué, pues no es su propia experiencia como individuos, sino el código que viene impreso en sus genes, lo que mueve la instantánea turbina de su instinto. Cuentan sus cuidadores en La Viña, en pleno corazón de la comarca peñarandina, que al sobrevolar por allí algún ave rapaz, las perdices primero emiten un piar especial, como alertándose entre sí, para guardar después un sepulcral silencio.
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La actividad ha permanecido, por el momento, tres décadas en marcha. Según explican, es una labor próspera, pero “no te hace rico”. “Quedarse con un negocio en un pueblo es porque te gusta el pueblo. Nosotros nos hemos quedado aquí porque nos gustaba salir de la tienda y tomarnos un vinito a medio día, porque nos gusta tener perros, y nos gusta la caza. Ni mi padre se hizo rico, ni mi abuelo, ni nosotros, ni ninguno de por aquí. Si nos hubiéramos querido hacer ricos, nos hubiéramos ido a Madrid o a Cataluña o a cualquier otro lugar con otro negocio. Yo tengo mi casita y un todoterreno que tiene ya 22 años. Y si me quiero ir a comer un día a Salamanca, no tengo que pedir a nadie explicación”, resume. La tranquilidad que transmite no es baladí, pues cifra en un 70 por ciento las pérdidas que acarreó la pandemia.
Faisanes franceses
Poco más allá, a apenas medio kilómetro de distancia por un camino empedrado, se ubica otra granja cinegética. Tendida en una ladera, luce imponente desde la entrada. Las redes de los voladeros y las verjas sirven de perímetro al coqueto recinto. Guarda semejanzas con la instalación vecina, aunque los moradores no son perdices, sino faisanes, “para no hacer la competencia”. En la puerta, espera Nicomedes Villoria, el dueño de la granja Don Faisán. Dejó los bártulos de músico de verbenas hace poco más de 15 años y se enroló en la actividad cinegética. Por eso que dicen de que “si trabajas en lo que te gusta, no trabajarás nunca”. También empezó por hobby.
“Desde niño me gustó la avicultura. Luego me dediqué a otros asuntos, pero mi afición era tener pequeñas incubadoras con las que criaba algunos faisanes, perdices, colines de Virginia y codornices. De todo un poco. Luego, como criaba ya un poco más, empecé a vender a alguna gente. Y así...”. Según explica, en la granja se dedica, básicamente, a criar animales para caza y repoblación de cotos donde no existe. “Nosotros compramos los pollos en Francia. Los franceses en avicultura son lo mejor del mundo”, valora el granjero.
Como a sus vecinos, la explotación no le da para hacerse rico, solo “para pagar las facturas”. Acude a cada mañana a eso de los 8.00 horas para empezar la labor. Ahora, con el calor, está incluso desde un poco antes y en apenas dos horas lo deja todo hecho para evitar los rigores del estío en su punto más álgido. Nico disfruta con su empleo aunque afronta con pesar la inconveniente paradoja que supone que su profesión, la de repoblador de cotos, le impida disfrutar de su afición primera, la caza. “Ahora resulta que los días que se va a cazar, los sábados y los domingos por la mañana, es cuando tengo que llevar los animales a los cotos y no puedo ir”, lamenta.
El ciclo
La estancia de los ejemplares de faisán en la granja de Nico oscila desde su primer día de vida, tiempo invariable, hasta pasados los tres meses, cuando su ojo de buen cubero le sugiere que es hora de partir. Con 24 horas de vida entran en lo que él llama "las habitaciones". Unas estancias cuya temperatura óptima alcanza los 35 grados gracias a que están calefactadas. “Es la ley de oro para mí”, incide. Les da un pienso especial de iniciación y vigila con mucha atención durante los tres primeros días, ya que “es cuando te puede venir la ruina”. Según comenta, vienen con el vitelo y si a las 72 horas no han comido, se mueren. “Hay que saberlo hacer”, manifiesta.
Julio es un buen mes para criar porque hay altas temperaturas. Cuando han pasado entre 12 y 14 días, saca por la mañana los pollos al preparque y los mete cada noche. Mientras, les aplica un tratamiento determinado. “Cuando veo que va llegando la hora, les suelto al parque grande, los voladeros, donde ya aprenden a volar. El objetivo es que sean muy salvajes y estén en buenas condiciones físicas y sanitarias para que los señores del coto los puedan disfrutar”, resume. Nico explica que el mayor problema que pueden dar los faisanes, enfermedades aparte, es que se pican entre ellos y pueden llegar a matarse. “A los dos meses y medio tenemos que ponerles unos protectores en el pico y vamos uno por uno. Estamos tres tíos, ocho días”, reconoce.
Como esta circunstancia se suele dar por el mes de septiembre, es entonces cuando aprovechan para separarlos por sexos. Los machos van a un voladero y las hembras al otro. “Hasta que se hacen grandes y bonitos y es entonces cuando los vendemos. Luego, si tienen buena calidad, los clientes repiten. Si vendes bazofia, te llaman una vez y no te vuelven a llamar. De aquí salen buenos faisanes porque yo esto lo mamé desde chico y le tengo pillado el 'rollo'”, concluye. A menudo, tras finalizar su labor diaria, este granjero macoterano se retira a un huerto que tiene en una propiedad aneja donde continúa produciendo al estilo de vida campestre, generando arraigo en los pueblos y conteniendo la despoblación.