El billete de vuelta caducó en el aire sin aviso previo y una pandemia inesperada convirtió la visita de una semana en 100 días felices frente al mar, en el corazón del volcán. Al escribir estas líneas, soy muy consciente de mi buena estrella y tengo muy presentes a todas las personas cercanas o extrañas para las que han sido los cien días peores de sus vidas. Solo puedo compartir su dolor y su tristeza y darles ánimo y aliento.
En estos 100 días en El Hierro nos ha crecido una nueva familia: Ramón, Laura, Xermanciño, Teresa, Lupe, Pepe, Celso, Eva, Ángel, Elena, Grillo, José Carlos. Nos hemos conocido saludándonos cada tarde, tras los aplausos, de balcón a balcón; y luego, conversando poco a poco, abriendo las puertas y los corazones, ya para siempre sellados por la amistad: un inesperado regalo de la maldita pandemia. Vayan, pues, dedicados a Ustedes, mis-niños ―así habla la maravillosa gente canaria― estos fragmentos, escritos durante un sueño del que no quiero despertar. Y también para Ali, mi-niña, que me ha llevado a vivir a su planeta.
La llegada
Anoche llegué a la isla de El Hierro en dos saltitos: desde Madrid a Tenerife con Iberia, y de Tenerife a Valverde en un bimotor ruidoso al que le tiembla el fuselaje como una banderola al viento cuando el siroco se encabrita y arrastra desde el Sahara una tormenta perfecta de arena y polvo del desierto. Como anoche. Fue aterrizar en el volcán y sentir la calima rascándome en el fondo de los pulmones, los ojos llorosos, nasales, la piel de lija, la garganta agrietada. Buen comienzo.La calima del desierto: estoy frente a la costa del Sahara Occidental, en el paralelo 27º Norte, casi puedo ver los campamentos de refugiados; si estiro el brazo desde el balcón toco los dedos de Ahmed, el hijo de mi amiga Pepa Escurís, que viene a Galicia cada verano y en vez del sol, adora la lluvia. Paralelo 27 N, el triángulo de las Bermudas de México, la Zona del Silencio de Mapimí, donde los relojes se paran, las ondas se congelan en el aire y las brújulas pierden el norte, una línea de fuerza cósmica que une Mapimí con las pirámides de Guiza, pasando por El Hierro.
Me he instalado en El Tamaduste: desde el balcón veo una boca de océano chiquita y feroz, custodiada por dos mandíbulas desdentadas de rocas volcánicas, muelas de basalto lamidas por la caries de los siglos, entre las que se perfila la línea nítida del horizonte.
Las pardelas
La primera noche, de pronto comencé a escuchar el llanto de un niño, un gemido lejano que venía desde fuera, un grito gutural, agudo, estridente, doloroso. Pensé de inmediato en un bebé llegado al Tamaduste en un cayuco desde la costa africana, un moisés asustado, hambriento, mendigando nanas de cebolla en los pechos secos de su madre muerta. Salté como un resorte al balcón y escruté las sombras.Nada ni nadie en la orilla del río. El bebé acunado por la marea no parecía estar cerca: el llanto venía desde arriba, y no era un niño, sino varios, muchos chillidos entrecruzados sobre mi cabeza, un coro de ángeles caídos. Y luego un silencio sobrecogedor. Metí el móvil en el vaquero y salí. Si habían llegado varios niños y niñas en un cayuco, podrían estar en peligro. Apresuré el paso en dirección al mar. Un hombre de aspecto apacible regaba un parterre de plantas y arbustos.
-Buenas noches. Me pareció oír el llanto de unos niños en la orilla - el jardinero me miró sonriente y sin inmutarse:
- Son pardelas. Vienen a visitarnos todas las noches, desde el océano.
- Ah, pardelas. Me parecieron niños.
- Son pardelas cenicientas, las princesas guanches, les decimos. Durante el día viven mar adentro, comiendo boquerones, sepias, calamares, lo que pescan; y por la noche regresan a los nidos, para dar de comer a los polluelos.
Atardecer en Tamaduste
A medida que pasan los días, la primera intuición se confirma: El Tamaduste es el convento perfecto para huir del mundanal ruido y sus vanidades y escribir. Seguir la escondida senda.
Me habla el mar cuando salgo a pasear por la orilla, al atardecer: cuéntalo, no te rindas. Y lo susurra con tanta serenidad -el Mar de las Calmas, dicen los herreños-que no es posible dejar de escucharlo. La línea del horizonte es perfecta: aquí ensayaron los matemáticos la medida del infinito. Un horizonte vivo: en cada hora de reloj, cambia varias veces de color. Lo he visto oscuro y profundo, esperando la salida del sol por entre un puñado de nubes sujetas a ras de mar por alfileres invisibles. Luego, salir el sol y desbaratar el decorado, disipar las nubes y las sombras, hacerse dueño del escenario y enviar desde el este haces de rayos que incendian el agua.
Es la paz. Y ya no me asustan las pardelas cenicientas, las princesas guanches, con su agudo «guaña, guaña, guaña»; las observo volar en círculos, haciendo acrobacias, buscando sus nidos antes de que caiga la noche. Y es al llegar la noche cuando cambia una vez más el decorado de esta incesante película y las sombras invitan a la intimidad y al beso. Y al sexo.