La sensación de que Amador está en el lugar querido tras un largo recorrido, un camino de piedras que muchos de los autores han recorrido, piedras de ilusión, de dudas, de miedos y de confusión, para llegar ya no al primer libro, sino a la magia del segundo. Publicar un libro, de cualquier disciplina, es muy osado. Atreverse a la mirada crítica, otras veces curiosa y en ocasiones ilusionada de los lectores es un trabajo de resiliencia al entorno que todos los autores y autoras recorren. Publicar el segundo es un salto al vacío, un trabajo de tragar saliva y cerrar los ojos previo a la eternidad de las opiniones.
Con El caminohacia después, Amador continua su trayectoria como poeta, si bien es cierto que incluye algunos pequeños textos en narrativa, hijos de su ya dilatada trayectoria en distintos libros como coautor. Ejemplo de ello es el texto que ahora te reflejo del relato El asombro, donde se deja sumergir por la preciosidad del lenguaje entregado al detalle del momento: «El silencio de su mirada me acarició sin parpadear. Me agarró las manos y me las besó varias veces. Presionó los labios y asintió con varios movimientos de cabeza mientras se vanagloriaba del pan, la leche y las medicinas que le había llevado».
Otro buen ejemplo se puede leer en Cerca del sol. Muchas veces, cuando leemos a los poetas, nos preguntamos si son vivencias suyas (casi me atrevería a afirmar que el ochenta por ciento de los textos de un poeta hablan de su vida, de lo que piensa o siente, dejando un pequeño porcentaje para sueños o relatos trasladados a través de la boca de terceros) o si son procedentes de la imaginación del escritor. Puede que algún día tenga que preguntarle a Amador si en este caso es así. Nos dice que: «No estabas más lejos ni cerca de lo necesario. Un flash de mis ojos te ilumina entre la multitud. Mudas la mirada y te acercas a mí. Asientes. Arqueaste las cejas y nos perdimos tras los muchos vados marchitos en el césped de un jardín agazapado». Venga, otro ejemplo de un buen relato incluido en El camino hacia después. Se titula Sin retorno, y en él podrás leer: «El chasquido ocre del alfombrado suelo y los ecos de un ‘te quiero’ quebraron su ensimismamiento. Dos jóvenes abrazados la abordaron: «¿Quiere que la acompañemos a casa, abuela?»». Estas frases, sin duda, muestran el cuidado que tiene al autor por el lenguaje, la molestia en hacerlo bien, en buscar y plasmar la palabra adecuada que requiere el instante oportuno. Cuántas horas gastadas buscando la expresión correcta, ¿cuántas? Seguramente muchas...
Como te comentaba, papá, los poetas en gran parte nos hablan de su día a día. No tengo la más mínima duda. Lo hace Emilio Vega, lo hace Rosa M. Quevedo, lo hace Nicanor G. Ordiz, lo hace Amador Fonfría.
Y en estos días de tormenta que nos ha tocado vivir, a todos nos ha tocado de lleno en el corazón y en la cabeza el dolor la guerra de Ucrania. Cuando creíamos que las balas solo silbaban en países lejanos, resultó que los cañones rugieron en la parte trasera de nuestra casa. «Abrigada por el desaliento / se arrodilla ante los derribos de su iglesia; / aproxima una plegaria / a las cenizas de su virgen / por el alma de los suyos / y por nuevas de su amor», nos dice en Ucrania, Ucrania. Otro buen ejemplo, que quizá nos lleve hasta la propia vida de Fonfría, son los versos de Tempo de otoño, donde destaco los siguientes, por su profunda mirada interior: «El viento brama entre la desnudez / porque te fuiste. / Las hojas atezadas me esquivan la mirada / y se pierden entre estrigas de lacrimosa niebla». Otra, creo, excelente muestra del día a día del poeta, que Amador nos trae hasta las páginas de su nuevo libro, es lo que describe en el relato La espera, donde sospecho que nos habla de instantes vividos en primera persona: «El día oscureció cuando su olor se interpuso entre el sol y el desconcierto. Las manifestaciones de la médica eran una luz que me agrisaba el miedo. Mi esperanza se diluía en aquella reincidencia sintomática. Temía lo impronunciable».
Y en este día a día en el que están sumergidos y nos regalan, como muchos otros han hecho ya antes (me viene a la memoria, por ejemplo, el último poemario de Berta Pichel), el entorno en el que viven, con sus gentes, sus paisajes y su historia, forma parte indiscutible de la vida del poeta y así lo dejan plasmado en sus obras. En el caso de El camino hacia después no podía ser de otra forma, y es algo que a mí especialmente me gusta. Podemos leer, por ejemplo, en el poema El invierno en el valle del Valcarce que «Las tardes se diluyen / en la prontitud de la noche. / Las aguas del Valcarce truenan / entre la desnudez de los árboles / y en la opacidad del miedo».
Ya sabes que siento especial predilección por la poesía. Es curioso el motivo, pues realmente lo desconozco. Creo que una de las principales razones es por el uso de las palabras en su máxima expresión, pero también por el dolor que hay escondido tras cada verso. Lo terrible del ser humano es que, curiosamente, construimos en muchas ocasiones las obras de arte más maravillosas cuando nos llega el dolor más extremo. Quizá de eso mismo, del dolor, hable el poema Derribos, en el que se puede leer que «Solo queda una pavesa / de nuestro anegado fuego / suspendida en el universo / que arrastrará la próxima / o la última tormenta».
Como no podía ser de otra forma, muchos poetas hablan de sus compañeras y compañeros, y de la propia poesía, en sus propios textos. Yo lo he hecho muchas veces en presentaciones o textos. Creo que forma parte de la magia, que los protagonistas de esta hermosa historia literaria nos permitan adentrarnos en su mundo.
Amador Fonfría, en texto, atrapa el momento de un poeta, que bien vale una doble y triple lectura por su belleza, en el relato La travesía del poeta, donde leemos: «El poeta se detiene frente al glorioso espejismo de su pasado. Sus versos sin palabras recorren el papel emborronado de miradas. Retuerce hasta la sombra de la noche y bajo el resplandor de la luna cruza su dilatado barbecho invocando a Braji». Cuántos versos sin palabras en los poetas, cuántos… Seguramente incontables, seguramente los más sinceros.
Nunca fui muy amante de lo material, siendo en mi vida algo que tan solo acompaña a lo realmente importante. No soy ingenuo en el pensamiento de que hay cosas, objetos, que hacen todo mucho más fácil e incluso consiguen una felicidad al menos temporal, pero me siento plenamente identificado con aquel que dijo que no deberíamos encariñarnos con algo que no quepa en un bolsillo, por si tenemos que dejar todo atrás. Puede que de eso mismo trate el poema Equipajes, y de la marcha, de dejar atrás tiempos que ya solo forman parte del recuerdo. El recuerdo siempre está presente, la verdad, tanto que tomamos decisiones que afectan a nuestro futuro pensando en cómo nos fue en el pasado. Extraigo, papá, algunos versos de, como te comentaba, Equipajes: «Ahora que ya me voy, / después de tantas decepciones, / sólo llevo como equipaje / lo mucho que te he querido, / el recuerdo de lo prometido / y la estela de tu perfume».
Me despido, papá, con un extracto del prólogo, que creo que encaja perfectamente para la recomendación de la lectura de El camino hacia después: «El ejemplar que tienes entre las manos tiene un secreto.
Cuando lo leas siéntate en tu sofá preferido, pon de fondo la música que más te guste y una copa de tu mejor vino. Inspira y lee con detenimiento. Notarás cómo el poeta se sienta a tu lado y te mira con ojos del que ha decidido confesar. Verso a verso será como hablar con él, de su día a día, de lo que piensa y observa».
Papá, la poesía, la eterna poesía, siempre será un instrumento para encontrarnos con nosotros mismos, con nuestro infinito más pequeño, con nuestro corazón, con nuestra alma, con nuestros recuerdos.
Por eso cada vez que me adentro en un poemario es tan mágico. Por eso la poesía es eterna, sin importar cuándo fue escrita ni cuándo será leía. Papá, como eterno es tu recuerdo, como sincera es la frase con la que siempre cierro estas cartas: no es inmortal el que nunca muere, sino el que nunca se olvida.