Ahora que hemos apeado el tratamiento a todo quisqui -y del rey abajo, ninguno, ni encima tampoco-, solo puedo referirme al más eximio escritor de las letras leonesas como «don Sabino Ordás»; y nadie de entre nosotros, salvo acaso don Enrique Gil, podría tutearlo sin ofender al merecido respeto. Que, por lo demás, a don Sabino, se la trae al pairo.
He llegado tarde a la lectura de Ordás, paseante cartujo por la descansada senda de su Ardón natal. Conocía el ensayo ‘La región idiomática del Bierzo’, que perfecciona el clásico de Menéndez Pidal sobre ‘El dialecto leonés’; pero confieso que nunca estuve atento a la producción literaria de nuestro exilio, esa asignatura pendiente, en la que Ordás es primus inter pares.
Advertí mi omisión, mi torpeza, al ver su nombre al pie de un reciente manifiesto por la autonomía de León -que yo también he firmado, inconsciente de mí, sin saber que engrosaba las huestes del maestro, a quien Anselmo Carretero considera verdadero fundador y líder del leonesismo irredento independentista-; y pedí al punto su obra ‘Las cenizas del Fénix’ (Breviarios de la Calle del Pez, 1985), cuya lectura es un placer que quiero compartir con ustedes en esta desnortada sección -bendecida por la infinita paciencia del director de La Nueva Crónica-, en la que construyo mi canon berciano y leonés con la argamasa de la diosa Fortuna.
De don Sabino Ordás se cuestiona hasta su existencia: un tal Nino, nieto de Abundio, ha llegado a escribir: «Mi abuelo nació en Ardón en 1888 y jamás le oí hablar de ningún Sabino Ordás, porque supongo que sabrás que mi abuelo apellidaba Ordás; así que, si tanto sabes de ese señor, explícame cómo en Ardón no le ha conocido nadie; mi tío Laudelino y mi tía Mina jamás han oído hablar de este señor». He aquí lo evidente: hasta qué punto la humildad de Ordás lo convierte en casi transparente, y aún diría translúcido, a ojos de sus convecinos.
No se discuta más lo obvio: don Sabino nació en Ardón en 1905, como consta en la partida bautismal aportada en el congreso internacional sabiniano (León, 2017); combatió con los anarquistas en la guerra del 36, en la que perdió el brazo izquierdo, en el asalto de la Moncloa, un día antes de que allí cayera Durruti; y tras cuarenta años de exilio en Salt Lake (Utah), vive ahora en Ardón, donde cada mañana pule el tesoro de sus inéditas Memorias del Fénix, más de mil páginas cuya edición en Eolas -que solo será póstuma- prepara sin prisas Héctor Escobar.
Un segundo tomo podría recoger la correspondencia quincenal entre don Sabino y Pierre Menard, que se conserva en los anaqueles de la Biblioteca Universitaria San Isidoro, donde -¬gracias a los buenos oficios del sabinista Santiago Asenjo- también he podido examinar las dos únicas fotos de don Sabino y Pierre en el Entierro del Genarín, durante su viaje clandestino en 1956. Las cartas cruzadas entre Ordás y Menard durante veinte años (1940-1960) desmienten ciertos bulos sobre la autoría de ‘Las cenizas del Fénix’, atribuida por algún catedrático desinformado -véanse en las actas del congreso los artículos de Asunción Castro, Gregori, Flecha y otros- a tres autores leoneses, sin duda dignísimos, a quienes esta atribución apócrifa no desagrada, pero al César lo que es del César.
La influencia de Ordás -e incluso la de Menard- es diáfana en ‘La soledad de los perdidos’, ‘La fuente de la edad’, ‘El espíritu del Páramo’, ‘El año del francés’, ‘Cuentos del reino secreto’ o ‘Intramvros’, reconocidas obras de Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y José María Merino. Sus tres brillantes estilos -diferentes y originales- delatan el magisterio común de Ordás: es el ADN del padre el que está en los hijos, y no al revés. Tanto Ernesto Escapa -en ‘El casero de Ordás’, a propósito de Dámaso Santos, buen amigo de don Sabino-, como Manuel Andújar -en su prólogo omnisciente a ‘Las cenizas’-, confirman la benigna influencia de Ordás en toda una generación literaria.
El caso de Ordás es parejo al del propio Pierre Menard, cuya existencia fue cuestionada por el mismísimo Borges, y en la disputa se quedaron los dos sin el Premio Nobel. Sin merma de nuestra admiración por Borges, hasta Bioy Casares le reprochó haberse adueñado de la obra de Menard. No diría plagio, fue algo peor: suplantación de personalidad. Igual sucede con Ordás, quien no sé si por modestia o por desidia, nunca ha reclamado la autoría de sus páginas cenicientas sobre Joyce y Faulkner; sus conversaciones con Alejo Carpentier y Max Aub; su desprecio literario al editor Lara y a Federico Sánchez; o su correspondencia con Buñuel y Truman Capote.
Es la voz ronca y poderosa del Fénix la que nos habla; y es su mano centenaria la que depura, como por decantación, se ha dicho, el texto de las memorias que leeremos con goce. Su mano sarmentosa ha firmado el manifiesto por la autonomía de León: solo por causa republicana tan noble ha roto don Sabino su silencio por primera vez en cuarenta años. Para desuncirnos del yugo de Castilla: «¡Castilla, qué poco vales -escribe en 1978- que ya ni una sola región sostienes con tu nombre!».
Larga vida a don Sabino Ordás, y a quienes con él viven en los universos paralelos: aunque tiene dignas estatuas y monolitos, y varias tabernas e institutos de bachillerato llevan su nombre, no estaría de más que el Ayuntamiento de León honrase su acendrado compromiso autonomista con sendas placas en La casa de los dos portales.
Don Sabino Ordás, el Fénix
"¡Castilla, qué poco vales, que ya ni una sola región sostienes con tu nombre!"
01/03/2021
Actualizado a
01/03/2021
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