En el valle del Sil, donde la tierra y la historia se entrelazan en un sutil diálogo con el paso del tiempo, el olivo resurge como testigo silencioso de épocas remotas y, a la vez, como emblema de un renacer anhelado. En este escenario, donde los susurros de antiguas campañas se funden con la esperanza del presente, el olivo vuelve a hablar con la voz serena de la tradición y el aguijón punzante de la modernidad.
Es imposible no remontarse a los albores del tiempo, cuando el erudito Padre Sarmiento, allá por 1750, ya describía cómo «desde El Bierzo y hasta el mar Océano, siguiendo el curso del Sil, solo o ya incorporado con el Miño se produce aceite, especialmente en el valle del Bibey y Quiroga». O cuando Francisco Villegas y Jalón, administrador general del Marquesado de Villafranca, dialogaba con el marqués Antonio Álvarez de Toledo sobre sus olivares. También, la crónica de Madoz, al resumir en su diccionario la existencia de olivos en Quiroga, Valdeorras y El Bierzo, rememora aquella Campañana de Carucedo, descrita como «un terreno pedregoso de mediana calidad donde medran bosques de acebuche». Con tal evocación se dibuja un retrato de lo ancestral, en el que el olivo, ya en su forma silvestre, se mostraba como un elemento ineludible del paisaje.
No es casualidad que la literatura se haya inspirado en estos acebuches. En ‘El Señor de Bembibre’ de Gil y Carrasco, los olivos acompañan las aventuras de Don Álvaro y Doña Beatriz, prestando su sombra y su misterio en encuentros que transcurren «antes de que amaneciese» o en momentos en que «el leñador descargaba recios golpes con su hacha en el tronco de un acebuche del Lago de Carucedo». Sin embargo, a pesar de haber sido protagonista de tantas historias, las grandes extensiones de olivar se fueron desvaneciendo, dejando en el olvido un legado que parecía destinado a morir.
Pese a ello, en el Bierzo occidental aún quedan rincones donde la tradición no ha sucumbido. En Campañana, por ejemplo, algunos paisanos continúan la recolección manual de aceitunas, empleándolas en aperitivos y platos que celebran la gastronomía local. La memoria colectiva se enriquece con anécdotas. Un abuelo de Salas de la Ribera me cuenta que, en jornadas de frío invernal, se recordaba el esfuerzo compartido durante la recogida y la molienda en la almazara de aceite, donde «los niños se acercaban a ver y ayudar en la molienda» y, como recompensa, recibían una tostada untada con el primer aceite recién prensado. Hoy, los zorzales, en su incansable labor, mantienen viva una tradición que, en el silencio del invierno, se convierte en un canto a la resistencia.
Sin embargo, la historia del olivar berciano también ha sido objeto de leyendas y controversias. Se cuenta que, tras las órdenes de los Reyes Católicos, se obligó a arrancar los olivares del Sil para favorecer los del sur de España, decisión que algunos interpretan como una represalia ante las «Revoltas Irmandiñas». Lo cierto es que estos monarcas, conscientes de la importancia del aceite para las lámparas de las iglesias –símbolo de pureza y veneración– permitieron la conservación únicamente de aquellos ejemplares que aseguraban la iluminación de los templos. Así, en atrios de iglesias de Columbrianos, Otero, Labaniego o Molinaseca, el olivo permanece como un testigo mudo de la fe y la historia.
El ocaso del olivar en el Bierzo se hizo sentir a partir del siglo XVI, cuando crisis económicas, el aumento de impuestos y la crisis poblacional impusieron su dura condena. En la primera mitad del siglo XVII, el Conde-Duque de Olivares llegó a gravar los árboles con un impuesto de cuatro reales por ejemplar, medida que acabó con numerosas plantaciones, obligando a los campesinos a sacrificar un patrimonio centenario. No obstante, en el seno de la autárquica cultura rural, los olivos sobrevivieron para abastecer las necesidades de aceite en hogares que, a pesar de la adversidad, se aferraban a lo que era suyo.
Hoy, en un giro sorprendente del destino, el cultivo del olivo vuelve con fuerza renovada que, a través de plantaciones modernas y producciones, aunque modestas en volumen, reavivan la tradición y encienden la esperanza. En el Bierzo, iniciativas pioneras de agricultores como Víctor Arroyo, de la bodega Castro Bergidum, confirman que «la unión hace la fuerza». Iniciado en 2010 con una pequeña explotación, Arroyo observa hoy el florecimiento de una actividad que entrelaza aceite y vino—dos productos que convergen en sus canales de comercialización y en una gastronomía que celebra el buen vivir. En esta última campaña, cerca de 60 toneladas de aceitunas bercianas han dado lugar a 6.000 litros de aceite. Cabe destacar que un número importante de productores cultiva fincas de dimensiones modestas, en ocasiones con cosechas que rondan los 100 kilos, mientras que la extensión de plantaciones continúa en ascenso, superando ya las 60 hectáreas en zonas de minifundio.
La nueva generación de cultivadores apuesta por la revalorización de un producto que alguna vez fue omnipresente en casi todos los hogares bercianos. En Corullón, el Ayuntamiento reparte plantones de olivo, en un gesto simbólico que pretende recuperar, no solo una técnica agrícola, sino un modo de vida y una herencia cultural. Paralelamente, se llevan a cabo investigaciones sobre variedades autóctonas en el Bierzo, buscando entre los árboles centenarios una identidad perdida y, quizás, el germen de un futuro sello de calidad que defina el aceite berciano. El olivo, en su renovada presencia, es hoy una metáfora del renacimiento de lo rural. Entre las sombras de antiguas leyendas y el rumor de nuevas plantaciones, sus ramas vuelven a contar historias que invitan a la reflexión, a detenerse un instante en medio del bullicio moderno y a redescubrir la elegancia y la profundidad de una tradición milenaria. Aquí, en El Bierzo, el olivo nos vuelve a hablar, y sus palabras dejan entrever la promesa de un futuro en el que la tierra y sus frutos sean, de nuevo, motivo de orgullo y de un inquebrantable sentimiento de identidad territorial.
Alfonso Fernández-Manso es catedrático de Ingeniería y Ciencias Agroforestales. Universidad de León