El estrépito de los viñedos en flor

La España vaciada huele a brasas apagadas, pero en el Palacio de Canedo, José Luis Prada, octogenario quijote, siembra futuro entre cepas antiguas

Alfonso Fernández-Manso. Catedrático de Ingeniería y Ciencias Agroforestales. Universidad de León
17/02/2025
 Actualizado a 17/02/2025
Prada celebrando su 80 cumpleaños, al lado de su familia y amigos.
Prada celebrando su 80 cumpleaños, al lado de su familia y amigos.

Dicen que todo es olvido en la España vaciada, ese inmenso cofre de cencerros mudos donde las chimeneas ya no humean. Sin embargo, cada vez que visito el Palacio de Canedo, en El Bierzo, escucho un tamborileo de vida que me habla de renacimientos imposibles. Y en el centro de ese rumor de sarmientos y vinos de crianza se yergue, con su figura enjundiosa y sonrisa chispeante, don José Luis Prada, Prada a Tope, quien a sus ochenta años sigue desmontando tópicos y derribando muros con la tozudez de quien ha bebido de la tierra y la ama con pasión numinosa.

Confieso que todo el mundo llega al Palacio de Canedo con la expectativa mojigata de encontrar a un señor mayor, octogenario de bigote canoso y paso cansino, pero ¡qué sorpresa! Se topa con un ciclón, un don Quijote de la Mencía que cabalga sobre cepas antiguas y acaricia los vendavales con la elegancia de un soñador que no ha perdido el apetito de vivir. Prada parece un vendimiador del alba, un brujo de la ruralía que rescató bodegas y paisajes cuando medio mundo creía que la salvación estaba en las grandes urbes, brillantes y vacías como espejos que no reflejan memoria alguna.

Porque hablar de José Luis Prada, Prada a Tope, es susurrar la gesta de quien acaricia la vid y la transforma en vino altanero y generoso, que invita a la amistad sincera y al jolgorio compartido. Y es, al mismo tiempo, la historia de un palacio que él convirtió en guarida de placeres lentos, un santuario de manjares autóctonos, un hervidero de proyectos donde se escucha el runrún infinito de las abejas trabajadoras y el taconeo de las uvas que ya vienen, que ya llegan, que ya se tornan vino. Se podría decir que «su vino es la sangre que el campo se saca de la manga para recordarnos que la tierra está viva y nos perdona».

Cuentan las malas lenguas –siempre hay lenguas retorcidas en la comidilla de cada plaza– que la España vaciada es un cementerio sin epitafio, un hueco carente de futuro, un desierto demográfico de ancianos que vegetan en su último otoño. Mas yo, humilde cronista con vocación de chafardero lírico, replico que en el Palacio de Canedo he visto el porvenir asomar por entre las viñas, he oído risas y copas entrechocándose en mesas repletas de ricos embutidos y botillos, he percibido la voluntad de un hombre que, con sus ochenta veranos, todavía cree en la magia de lo rural.

Y no hablo de nostalgia ni de romanticismo facilón. Hablo de inversión, de trabajo, de saber vender la propia tierra sin prostituirla, de transformar un palacio dormido en un baluarte de la gastronomía y el turismo conscientes, de fabricar un emporio que exalte los productos del Bierzo y, de paso, sacuda la modorra de las gentes con un violín de ilusiones. Hablo de la resurrección de un paisaje que, gracias a su tesón, se ha convertido en postales vivientes que invitan al viajero curioso a quedarse un día más, a probar un sorbo más, a querer soñar en un verde intenso.

Porque Prada no se limita a envejecer como lo harían otros, con un sillón y un televisor. Él retoza en la bodega, trota por los salones, contempla las viñas como un arquitecto de raíces y nubes. Ochenta años de sabiduría rural, de risas tuiteadas al calor del orujo, de creer que el sol y la lluvia son aliados inagotables para la cosecha del entusiasmo. Porque «el hombre que ama su tierra prolonga su vida hasta la eternidad de sus viñedos».

Y así, con este espíritu a tope, de ferias y de aires montañosos, don José Luis no solo celebra su aniversario, sino que lanza un mensaje de esperanza a todo un país, el nuestro, empeñado en olvidar su vientre rural. ¿O es que pretendemos vivir únicamente de wifi y rascacielos? ¿Acaso no necesitamos ese soplo de vendimia que nos recuerde que venimos del barro y volvemos a él con la sonrisa húmeda del mosto?

Lector de este rincón periodístico que he vendido en llamar ‘territorio Bierzo’, no dejemos que la España vaciada se quede hueca; brindemos con Prada y sus proyectos, brindemos por el Bierzo que palpita, brindemos –¡a tope!– por la tierra que se resiste a la indiferencia. Y al alzar la copa, recordemos que en sus viñedos, todavía hoy, ruge el estrépito de las flores en primavera y el octogenario enarbola la bandera del porvenir con la fuerza luminosa de un rayo de sol atrapado en el cristal de una botella de vibrante vino de maceración carbónica.

Alfonso Fernández-Manso es catedrático de Ingeniería y Ciencias Agroforestales. Universidad de León

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