Necesitaba un asunto para mi artículo semanal en LNC, de modo que le rogué:
—Háblame del amor.
—¿Pero no es un blog de ecología? —dijo ella.
—¿Conoces algo más ecológico y ecologista que el amor?—repuse.
Sentados en nuestro banco, en el mirador donde habían ido envejeciendo juntas nuestras miradas, el Atlántico, a nuestros pies, nos abrazaba con gotas de salseiro que el viento depositaba con delicadeza en mi rostro, y en el suyo, iluminado por la misma sonrisa que el primer día, cuando “éramos unos niños” y Patti Smith escribía para nosotros sus canciones.
—Háblame del amor —le supliqué, tecleando versos con mis dedos sobre su hombro desnudo. Ella contuvo la respiración y miró al mar, y el mar paró por un instante el ir y venir de las olas y respetó su silencio.
—Se llamaba Fernando. Nos juramos amor eterno y lo cumplimos hasta su último día. Por medio, una vida que son mil vidas: conocí al que sería mi marido, un buen día nos casamos, tenemos dos hijas preciosas; es un buen marido y un buen padre, la vida ha sido amable conmigo.
—¿Qué pasó con aquel primer amor? —dos gaviotas y un alcatraz detuvieron su vuelo para escuchar la respuesta.
—Fernando comenzó a meterse en las drogas; en aquella época podía habernos pasado a todos, a ti, a mí, ¡qué sabíamos! Le tocó a él: el más guapo, el más risueño, el más cariñoso, el más dulce. El más frágil: los chutes de heroína fueron agrietando su vida como un martillo sobre un cristal delicado. Un día lo encontré en la calle, muy tirado, se acercó a mí y me pidió dinero. Sentí mucha vergüenza y una infinita tristeza.
Mis dedos habían dejado de escribir versos sobre su hombro, atrapados en la quietud de una caricia. Las gaviotas y el alcatraz, posados en el borde del acantilado, nos miraban intrigados.
—No volví a verle. Pasaron más de veinte años. Una mañana, al llegar al hospital, me avisaron en planta que alguien preguntaba por mí en la habitación 3011. Era él, tan desmejorado, tan hundidos los ojos y tan devorado por la enfermedad que me costó reconocerle, pero conservaba la belleza de su primera sonrisa. Estaba solo, sin acompañantes, sin familia. “Terminal —me dijo el médico de guardia—, le quedan días”. Sabía que no podía llorar, al menos no delante de él, ahora que me necesitaba y que sentíamos el mismo amor que nos había unido durante casi cuarenta años.
Una ráfaga de viento nos alborotó el cabello: el de ella, quiero decir. Abajo, al fondo del acantilado, miles de remolinos de espuma lavaban una y otra vez las rocas. Me pareció ver lágrimas en sus ojos y la abracé en silencio.
—Es el viento, tonto, que me hace llorar —dijo, volviendo a su entereza—. Durante treinta años como enfermera, he visto morir a tantos pacientes en mi planta… para el protocolo, Fernando era uno más, cuidados paliativos y esperar. Para mí, había sido la persona más importante de mi vida y los dos lo sabíamos. Nos habíamos sido fieles en el corazón más allá de maridos, hijas, drogas, bosques espesos y desiertos áridos. Supe que si él quería, iba a estar todo el tiempo necesario a la cabecera de su cama. Una tarde me apretó las manos con fuerza, con la poquita fuerza que le quedaba, y me dijo:
—He soñado muchos años con que fueras tú quien me cuidara al llegar este momento y el sueño se ha cumplido. Esa es mi felicidad. Por favor, quiero que estés aquí cuando me muera.
Abrazados en nuestro banco, frente al océano inmenso, el mar de las tinieblas —“Mar por medio, Nueva York”, escribían antiguamente los notarios en la Costa da Morte—, sentí que estaba escuchando la historia de amor más hermosa, y no tan triste, sino verdadera: la verdad de la vida cuando nos mira de frente. El mar acompañaba nuestro silencio, con la mirada perdida en el horizonte: Mar por medio, Nueva York: “Algún día —solíamos decirnos—, iremos a conocer a Patti Smith y a expresarle cuánto la queremos”.
No me atreví a preguntar hasta que ella rasgó el velo del atardecer:
—Vinieron algunos familiares a verle, pero él les dijo que estaba bien acompañado. Le cuidé, le mimé, nos besamos con infinito cariño y no aparté mi mano de su frente. Murió en mis brazos, enamorado.
Otra vez el viento dibujó unas lágrimas en sus mejillas, que borré con una caricia antes de decirle:
—Cuando me llegue la hora, yo también quiero que seas tú quien esté a mi lado.
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