Ya lo he escrito otros años, aquí, en esta tribuna milagrosa de La Nueva Crónica, y en el Facebook ese del marujeo digital, y en todas las redes -patios de vecindad- que se dejan querer por la caricia de un refrán, de una charla, de una cháchara amiga, junto al fuego, al calor del hogar, al amor de la lumbre.
Ya lo he escrito, pero conviene repetirse -hay indulgencia plenaria si el ingenio del que escribe es limitado y no da para más-, también la luna se repite a sí misma y se reinventa cada veintiocho días, pero siempre distinta; y no nos cansa ni aburre, porque está y no está, entra y sale, a veces con la noche, otras veces con la aurora; o se arrebuja entre las nubes, y no la ves, como me ha pasado este año, maldita sea, el día 28 estuvo el cielo tapizado de gris antracita; y la luna, ni movía sus brazos, en el aire conmovida, «ni enseñaba sus senos de lúbrico estaño». Vamos que ni siquiera se adivinaba más allá de la espesa capa de cúmulos y cirrocúmulos, o como sea que se llamen los nubarrones.
Me repito, sí, al hablaros de la luna de enero; solo sigo el giro de la luna, que se repite sin ser nunca igual; tampoco yo soy el mismo de ayer ni el de mañana, sino una persona distinta cada año que pasa; cada doce meses, esperando su regreso. Aguardo el esplendor de la Luna Llena de Enero -como un niño la noche de Reyes- para decir a las estrellas el dicho que os he dicho que me han dicho, y que está muy bien dicho por haberlo dicho mi abuela María: «No hay luna como la de enero, ni amor como el primero».
Mi madre Erundina Hortensia -enredando la tradición del dicho que le han dicho, que estaría muy bien dicho-, conjuga y casi tararea esta variante berciana: «A la luna de enero, te he comparado, que es la luna más clara de todo el año». El dicho que os he dicho, más que refrán es casi un poema: coplilla berciana que pide música cantarina, y cada doce meses puedo oír su eco en las eras.
Puedo escucharla también, quizás en boca de un mozo del pueblo, cuando la hija pequeña de Valentín y María, vestida de domingo -de misa a casa- , cruzaba salerosa por mitad de la plazuela, donde los hombres celebraban concejo, sabiéndose -buena era, Tensina- la luna más clara de todo el año.
La contemplo y, si no se esconde, esquiva, tomo baños de luna como otros toman baños de sol; y luego aguardo otros doce meses contemplando las estrellas, viendo pasar aviones y pájaros, nubes alborotadas, humos forestales, rayos y ráfagas luminosas del faro que desvelaba mis secretos de alcoba.
Aguardo luego la primavera del primer beso -¿O era ya entrado agosto?-, cruzo veloz por las playas del verano; y entro, vestido de mil y un colores imposibles, en el otoño del Bierzo, esa paz, ese consuelo; y arribo tiritando a las nieblas y los fríos, solo por volver a verte y esperarte: Luna Llena caprichosa.
Cuando se acerca el plenilunio, escucho de nuevo la voz de la abuela María Fierro, enlutada, con el mandil cargado de peras carujas o de nueces, o quizás unas pasas o un almendrado escondido para el nieto -benditas chuches-; pañando sarmientos para la lumbre o atareada por los rincones de la casa, musitando su coplilla: «No hay luna como la de enero, ni amor como el primero».Y cada enero, cuento a mis hijas el cuento de la bisabuela -ese dicho que os he dicho que me ha dicho-, para que el eco de su voz ancestral resuene dulce en sus oídos, y la luz maternal de su luna bañe sus rostros y su camino. Les cuento -como niñas con la cabecita sobre la almohada; que contar es vivir, y somos lo que contamos- los decires tan antiguos que aparecen en refraneros del siglo XVI: «En enero, echa una firma al brasero».
Y ya no se quejan como adolescentes impertinentes - «Pero, Papi, ¿otra vez con la luna llena?»-; sino que me piden de nuevo, como niñas de ojos grandes, pero dormilones: «Cuéntanos otra vez, Papi, el cuento de la abuela María, y cómo encendía el fuego temprano para hacerte un desayuno de chocolate con besos».
Y cómo no contarles, entonces, que hubo un tiempo sin televisión y sin iPad, sin internet y sin móviles, aún diré, sin bombillas -y sin agua corriente en las casas, ni duchas ni baños, -bendita palangana-; ni otro perfume que la lavanda del soto cercano; ni otro reloj que uno en el salón que daba la hora exacta dos veces al día.
O tal vez les cuente que en el solsticio de la Luna de Enero, las doradas agujas del reloj replicaban los reflejos de plata que entraban por el corredor; y en el imposible silencio de la noche, acurrucado bajo dos mantas y tres cobertores, oía los aullidos del lobo, bajando por Cimadevila, dicen que anoche lo vio tíu Blas rondando cerca del horno de Aurora.
Será bastante con que pongáis un pote de caldo sobre la cocina de hierro ardiente, y una jarra de vino a mano, y os contaré que en la Luna Llena de Enero yo he visto en Rimor, y en mi infancia, cosas que vosotras no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá del pico de la Aquiana. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de las Crestas de Ferradillo. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
Es tiempo de vivir. La primavera avanza.
La Luna Llena de Enero
He visto rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de las Crestas de Ferradillo, que se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia
01/02/2021
Actualizado a
01/02/2021
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