La niña que guardaba besos en los calcetines

[Opinión] Podemos sobrevivir y ser felices sin una pierna o sin un ojo; pero no sin amor

Valentín Carrera
19/10/2020
 Actualizado a 19/10/2020
La luz del corazón es la que permite ver en la senda oscura de la vida.
La luz del corazón es la que permite ver en la senda oscura de la vida.
Hace tal vez cuarenta años, o quizás más, conocí a una niña risueña, simpática, traviesa, dulce, cariñosa, que atesoraba besos en los calcetines: si le pedías un besito, lo sacaba con mucho misterio de un calcetín; o miraba y te respondía sin inmutarse: “Ya no me quedan”.

Era uno de esos diablillos que el Destino regala a unos padres afortunados para recordarnos que el milagro de la vida existe y continúa derritiéndose en felicidad y sonrisas a nuestro alrededor. La niña creció sana y feliz, progresó adecuadamente en los estudios y dio mil alegrías a sus abuelos; pronto la adolescente bella se convirtió en una joven madura y sensata, inteligente, atrevida, emprendedora, viajera. Recorrió mundo, como Anduriña; y en algún punto de la galaxia, conoció el amor. Por supuesto, también sufrió mal de ausencia, dudas, temores, la angustia del paro o de un trabajo precario, una vida precaria ―como tantas― que lucha por abrirse camino a través de la selva.

Podríamos decir que aquella niña que conocí con chupete, abrazada a un peluche, fructificó en una mujer hecha y derecha, trabajadora, afectuosa, querida por los suyos, razonablemente feliz.

Un día, ella y su pareja decidieron regresar a casa, y a la sombra protectora de la torre de Hércules, tuvieron un hijo, un bebé risueño y dulce, un diablillo que llegó para refrescarnos el milagro de la vida y dibujar una sonrisa de felicidad permanente en los labios y en los ojos de su abuela (la madre de la niña que guardaba besos en los calcetines).

Pueden imaginar ustedes cómo en nuestra pandilla de veteranos de todas las guerras -cuarenta años compartiendo el camino y queriéndonos-, nos tomamos el pelo unos a otras; y cómo vacilamos a la abuelita contenta y orgullosa, que solo sabe presumir de nieto e inunda nuestro grupo de wasap de mofletes y pucheritos.
El niño tiene ya 16 meses, y este bebé diablillo, portador de la antorcha de la felicidad, es hoy la razón por la que escribo estas líneas llorando, sin poder contener las lágrimas sobre el teclado, que no acierta a traducir mi tristeza.

Al pequeño le han diagnosticado un retinoblastoma: un cáncer de retina grave, y en este caso especialmente agresivo, con riesgo de extenderse hacia el cerebro y la médula ósea. Al niñito de dieciséis meses. Ya ha perdido el ojito, y ahora las doctoras y los oftalmólogos luchan para detener el cáncer. Las primeras biopsias han dado resultado negativo y en el corazón encogido de aquella niña que guardaba los besos en los calcetines ―y que hoy es una madre angustiada―, se ha abierto una puerta a la esperanza.

¿Por qué a nuestro niñito?, se preguntan los padres y los abuelos; ¿por qué a este peluche?, nos preguntamos los amigos y amigas compartiendo su dolor. El retinoblastoma es la primera causa de enfermedad intraocular en la infancia y la padecen 4 pequeños por cada millón de niños.

Aunque la ciencia médica avanza en conocer las causas, mejorar el diagnóstico y conseguir la curación, nada podrá explicar jamás por qué a esos 4 niños y niñas les toca la chinita en el ojo; como nada puede explicar por qué a otras les toca una leucemia, un accidente de tráfico mortal o un COVID traicionero. La enfermedad y la muerte forman parte de la vida, y también el absurdo, la sinrazón, lo injusto.

Para los creyentes quizás haya algún consuelo: si después de la muerte vas a tener otra vida celestial, a la derecha del Padre, o en el jardín de las huríes del Profeta, o te vas a reencarnar en un ser superior ―todo ello si has sido bueno―, puedes dar por amortizada esta breve jornada, que decía Jorge Manrique en el más bello poema de la literatura medieval, Coplas a la muerte de mi padre, a las que Amancio Prada ha puesto hermosa voz y música. “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”.

Pero aún así, ese presunto pasaporte a la eternidad no contesta a nuestras preguntas, porque ese niño inocente que ha perdido un ojito no ha querido comprar todavía ningún billete, ningún boleto prematuro en la lotería del Destino. Ese niño quiere vivir, y su madre quiere verlo jugar de nuevo, aunque sea con un parche de piratilla, y su abuela quiere volver a llenar de risas nuestro wasap.

Desde mi propio dolor, pienso (o más bien, siento) que la única forma de ayudar al piratilla es confiar en los especialistas que lo están tratando con mimo; y mientras, nosotros, abrazar y mimar a su madre, para que vuelva a ser la niña alegre que guardaba besos en los calcetines; y decir a toda la familia angustiada que esta pesadilla pasará pronto, y que el bebé seguirá creciendo, y esta terrible experiencia será parte de su ADN, lo hará más fuerte y más sano y más consciente de lo verdaderamente importante: podemos sobrevivir y ser muy felices sin una pierna o sin un ojo; pero no sin amor.

La luz del corazón es la que nos permite ver en la selva oscura de la vida, y esa luz mágica no le faltará nunca a nuestro querido y valiente piratilla, Oliver.
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