Dios me libre de dar consejos a nadie; cada cual encuentra su camino, o no; y cada hijo de vecino sabe lo que le conviene, o no. San Apapurcio y Todos los Santos me libren de ser ejemplo y modelo de nada ni de nadie. Nado contra corriente, sobrevivo, escucho cantar a los pájaros, balbuceo párrafos rotos, hago de mi capa un sayo, y debajo de ese sayo, al rey mato. Lo mato solo metafóricamente, no vaya a ser que se presente en casa el fiscal Mazo con la Maza y me enchirone por sedición. Además de refranero, sedicioso…
Sedicioso: uno de los pocos crímenes que faltan en mí currículum. Suena a encaje de seda preciosa cayendo sobre las sábanas:
-Cariño, eres una sediciosa…
Así es como acostumbro a comenzar los domingos, prevaricando contra el orden ‘constituzional’, practicando los pecados capitales de los pobres y de los ecologistas: la lujuria, la pereza y la gula. Dejo para don Mariano los pecados de los ricos: la envidia, la avaricia, la ira y la soberbia.
Pues eso, que esto es un blog de ecología, y se me despistan: después de pecar en la lujuria, verdes estaban las uvas, y de navegar en el bajel de la pereza, donde rema el viento, entretengo mis apetitos con la gula, delito en el que también soy reincidente. Un cocinillas dominguero, es lo que hay, desafiando a los repartidores de pizza domicilio, a los tuppers de comida prefabricada, a los precocinados, a los plastificados y a los fiscales.
Mi cocina es una isla libertaria: unos días cocino en soledad y otros con mandil de seda. El plato podría llamarse «lo que haya a mano y un poco de imaginación». El fogón no es ecológico; lo siento, me he pasado a la inducción. Sobre la cazuela, cuyos ojos me miran ansiosos como los de la mastina Nala, riego aceite de Jaén, de aceituna picual, que compro, directamente de consumidor a productor, y ya estamos haciendo comercio justo, a Ildefonso Martínez: las niñas no quieren otro; más sano, más rico y más barato que el del super.
En el brillante lago pongo a bailar unos ajos cortados en láminas; no valen ajos cualesquiera (ya los importan de China: un euro, tres cabezas); son ajos comprados en el mercado anual de Bembibre, los prefiero de la parte de Zamora. Al punto dorado, van cayendo en la cazuela tomates, berenjenas, pimientos, puerros, calabacín y zanahorias, todo de mi propia huerta, de mi cosecha ecológica sin ningún insecticida, regada con agua de pozo, sin cloro, y abonada con compost elaborado con estas manitas. Y seguimos llevándole la contraria al supermercado y al fiscal. Las patatas, sin embargo, no son de mi huerta, que me las regala la vecina Lola: la solidaridad y el trueque entre vecinos es otro invento secular y maravilloso que le molesta bastante a los dueños del Monopoly.
A despecho de los amigos veganos, echo a hurtadillas unos taquitos de jamón o chorizo, sin que se note la denominación de origen berciana de este Arguiñano que tanto les quiere. Y este domingo, en vez de perejil, he añadido unas Himanthalia elongata, unas algas, para entendernos, de producción ecológica, claro: Porto-Muiños, las verduras del mar. Como ven, el plato, casi vegetariano, va siendo completo.
Mientras «lo que haya a mano y un poco de imaginación» se guisa, recordemos que es domingo, no perdono la comunión con un vermut Guerra, de la cooperativa de Cacabelos, premiado internacionalmente, porque desde El Bierzo a la gloria hay un peldaño. Un escalón que voy subiendo a sorbos, a medida que el caldito toma calor y color y sabor y olor que va extendiéndose por la sacristía.
Para la ceremonia tengo mi propia banda sonora: cuando prendo el fogón, enciendo también la radio, exactamente Radio 3, a la hora exacta en la que comienza mi programa favorito, El Bosque Habitado, y la música y la palabra toman cuerpo y forma, y se sientan conmigo a platicar. La cocina se convierte en un bosque animado, habitado, lleno de vida.
Cada detalle tiene un significado, una presencia: la cazuela de Jose, la cuchara de madera de Eusebio, el aceite de Ildefonso, la sal del Himalaya traída por Paz, las patatas de Lola, el vino de Prada. Llegados a este punto, descorcho un mencía, no cabe discusión.
No es cocinar lo que hago, no sé si me explico o si me entienden, es un acto de sublevación, soy un insumiso dominguero: disparo mis tenedores contra la prisa y el plástico, acaricio las texturas de una simple zanahoria que hace un par de días arranqué yo mismo de la tierra y lavé al grifo, tierra eres y en tierra reverteris.
Somos humus, compost: lo que hierve en la cazuela, mientras Delibes habla en Radio 3, es una parte de nosotros mismos; tiene cara y ojos, nombre y apellidos, afectos, lunares y sonrisas. Entonces, la placidez se ha instalado entre el vermut y las aceitunas, la radio canta una música dulce y la perra toca con el hocico a la puerta pidiendo su parte en el festín.
Me siento como Thoreau en su cabaña solitaria, un desobediente civil, un sedicioso con mandil de seda. Otro día les hablaré del postre. ¡Arriba las ramas!
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