El lujo de ser editor del libro “Nombres propios” de Pepe Álvarez de Paz me ha permitido conocer con cierta intimidad —y desde luego con mucha complicidad— al político socialista, cuya trayectoria había seguido durante décadas en la distancia. Nuestros relojes caminaron desacompasados, primero en Ponferrada y luego también en Pontevedra: cuando él llegaba, yo me iba, o al revés.
He podido conocer a fondo su labor política, inequívocamente comprometida y progresista, pero lo que me ha cautivado es la persona, el ser humano de ojos vivaces y expresivos que planta cara a la adversidad con una sonrisa. Cada vez que he ido a verle a su casa o al hospital, su primera pregunta fue siempre interesándose por mi padre y por mi hija, antes de pasar a corregir las galeradas del libro, tarea que se fue convirtiendo en apasionante y divertida: “Tú poda sin piedad”, me espetaba, quiero decir, me escribía, porque nos hemos entendido con notitas escritas sobre el papel, con su primorosa letra de seminarista protestón.
Ex-cura, diputado, abogado… sabía de sus oficios, pero nunca pude imaginar que tras el político convencional —a fin de cuentas el PSOE es un partido de orden, o si ustedes lo prefieren, de Gobierno—, había un naturalista vocacional y un militante ecologista, políticamente incorrecto. En las páginas de “Nombres propios” hay muchos ejemplos de su amor a la Naturaleza, empezando por el respeto a la tierra natal: Noceda, Gistredo.
Pepe se indignó mucho, y lo escribió entonces en la prensa, cuando no sé qué permisiva consejería de Valladolid dijo en un informe ambiental —favorable a instalar molinos de viento donde le venga en gana a las tramas corruptas— que «Gistredo no es otra cosa que suelo rústico común, rañas y canchales».
«Un expediente con pies de barro, un fraude —denunció Álvarez de Paz, apoyando a la Plataforma para la Defensa de Gistredo—. De la misma manera que no soportaríamos un aerogenerador en la cresta de las Médulas o una antena en las Medulillas de Santalla, tampoco podríamos vivir bajo la silueta de esas torres plantadas en un esplendoroso campo de genciana, dominando el espacio que sobrevuelan las águilas y el parapente de vuelo libre, sobre las peñas de La Gualta, donde el agua brota de la roca y se precipita en cascadas para asombro de miles de andarines que cada año recorren la Ruta de las fuentes medicinales. A lo lejos, los sotos de castaños bicentenarios donde picotea el verdenal; de abajo arriba, los bosques de avellanos, los abedules, los serbales, los acebos y las robledas por donde triscan los corzos y se escucha el aleteo poderoso del urogallo, nombre prohibido, toscamente borrado con un típex en aquel informe medioambiental de parte, que ve allí «rañas y canchales», donde tampoco aparece la huella del oso pardo de la cornisa cantábrica: bien se ve que no visitan mucho la campa de Santiago ni han hablado con los colmeneros de Colinas y de Noceda».
Eso es lo que hacían las consejerías de la Junta de Castilla y León hace veinte años, y siguen haciendo en 2018: borrar con típex los castaños bicentenarios donde picotea el verdenal y hacer el juego sucio a las tramas eólica y solar, cuyos malos pasos andan ya ante los tribunales de justicia.
El ecologista Pepe Álvarez de Paz defiende un modelo de desarrollo rural sostenible, compatible con la conservación de la Naturaleza, y lo hace en algunas de las páginas más hermosas y lúcidas de su libro, con descripciones propias de un naturalista a la manera de Joaquín Araujo o Mónica F. Aceytuno: «Allí la garza real, consciente de su envergadura, quieta como una estatua sobre el espejo del agua, espera paciente a que pase cerca de su pico el nutriente, siguiendo el consejo de Napoleón: «Cuando el adversario se está equivocando, no le distraigas" . Más allá, la garceta y el pilro correlimos agitan los pies para buscar su alimento; el cormorán grande, consciente de que sus alas no son impermeables, desciende hasta el lecho del rio; el vilurico virapedras utiliza su pico corto y vigoroso para subsistir, como el cullereiro espátula, el ostreiro euroasiático, o el charrán patinegro, espectacular kamikaze, cayendo en picado sobre el agua. Veintiocho especies distintas, hay muchas más, ha logrado filmar allí un aficionado, un mundo en contraste con el de los humanos…», escribe Pepe deleitado en la contemplación de la naturaleza en su segunda casa, otoñal, en la foz del Miñor.
Las veintiocho especies de aves correlimos, la amistad con los animales —ya sea su perrita Pancita o Pastor, el mastín de Tomasón, !acuchillado por un viejo jabalí!— o su trato familiar con los bosques. Si de setas trata, acude a la sabiduría popular de Arsenio: «Hay ochocientas clases de rússulas, quien conoce dos es un científico, quien dice conocer tres es un mentiroso». Si trata de artistas, da la palabra al amigo Andrés Viloria: “Manifiesta su preocupación por el maltrato a la naturaleza y la necesidad de que generaciones venideras puedan seguir disfrutándola en un espacio habitable, compartido y sostenible”.
Leyendo “Nombres propios” he conocido una sensibilidad ecologista sorprendente: descubrir que Pepe es “uno de esos seres raros capaces de sentir compasión por las generaciones futuras”, como él mismo describe a los ecologistas, a los que anima y exhorta en la lucha por la defensa del Bierzo limpio y sostenible: «Adelante, amigos, los molinos no son gigantes, son molinos y tienen los pies de barro». ¡Arriba las ramas!
Pepe Álvarez de Paz: un ser raro capaz de amar a la Naturaleza
Opinión I Por Valentín Carrera
09/07/2018
Actualizado a
18/09/2019
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