Bajar a la mina es uno de los trabajos más duros impuestos al hombre tras la expulsión del Paraíso. Además de ganar el pan con el sudor de su frente, los mineros pagan con su salud y muchas veces con su vida. Los mineros merecen el más profundo respeto. Otra cosa son los piratas que llevan décadas saqueando las entrañas de hulla y antracita para extraer sacos de dinero y dejar una estela de destrucción, miseria y abandono.
En la minería del Bierzo nunca ha habido verdaderos empresarios, sino chamiceros avariciosos y sin escrúpulos, nuevos ricos ignorantes a los que nunca interesó nada más que su beneficio inmediato. Un empresario de verdad es un emprendedor que arriesga su trabajo y su capital, crea riqueza y actúa con responsabilidad social: paga impuestos, cumple la legislación laboral (en la mina, en especial, la prevención de riesgos laborales) y respeta el medio ambiente.
Se olvida que las minas no son propiedad del presunto empresario, sino la concesión de un bien público, como afirma con claridad el art. 1 de la Ley de Minas: «Todos los yacimientos de origen natural y demás recursos geológicos existentes en el territorio nacional son bienes de dominio público».
El Estado concede, regula y vigila “el aprovechamiento racional” de esa riqueza pública, cuya explotación privada está sujeta a condiciones legales, desde la solvencia del empresario al respeto al medio ambiente. No descubro nada si afirmo que en El Bierzo la minería ha funcionado como en el Lejano Oeste, incluyendo forajidos, güisqui y puticlubs. La fiebre del oro negro bautizó Ponferrada como «la ciudad del dólar», retratada en películas y novelas: El año del wólfram, de Guerra Garrido, o la reciente De carbón y nieve de Eduardo Fra Molinero.
«La minería creó mucha riqueza», dicen. En algunos bolsillos, sí; pero dejó un rastro de secuelas sanitarias, sociales, familiares, laborales y ecológicas del que, una vez amasado el botín, los empresarios-chamiceros se han desentendido, pasando la factura al erario público. Es la regla de oro del capitalismo salvaje: mientras hay beneficio, todo para el saco; si hay pérdidas, que las cubra el Estado. Cuando el negocio empezó a torcerse, lo primero fue echar a los mineros y a sus familias a la puta calle; lo segundo, dejar de pagar el canon al pueblo, la seguridad social y los impuestos e instar quiebras fraudulentas, y traspasar al Presupuesto del Estado eres, indemnizaciones y jubilaciones; lo tercero, abandonar las escombreras, los pozos y las instalaciones, incurriendo en delitos ecológicos graves. Todo ello con absoluta impunidad, mientras se llevaban crudas las ayudas europeas a la reconversión y otros fondos públicos para alargar la agonía del sector.
He visitado esta semana la mina Alto Bierzo en Tremor de Arriba, una vergüenza y un grave delito ecológico por el que alguien tendría que estar pagando en la cárcel, si quedara en este país un poquito de dignidad. Tremor llegó a tener casi dos mil trabajadores y el pueblo era una fiesta: dinero fácil para el chamicero, «carbón de sangre» para el minero («madera de sangre» llama Greenpeace a la madera del Amazonas cortada con sangre indígena). Treinta años después, tiempo medio de una concesión, ¿qué riqueza ha quedado en Tremor?
Cuando visité la mina Alto Bierzo en 2008, bajé al pozo con mis hijas Sandra y Alicia (Viaje interior a la provincia del Bierzo); diez años después aquello es un nido de ratas y herrumbre: la mina no se ha cerrado, como obliga la Ley, se ha abandonado. Allí están tirados, para quien quiera verlos, nóminas y partes de trabajo con datos personales, contratos, escrituras de la Mina Sorpresa o el plano de concesión de la Mina Nos Veremos, además de bombonas, neumáticos, cables, maquinaria, metales pesados y amianto, demasiado amianto.
Tremor es hoy una desolación, un pueblo jubilado, arruinado, hundido, vacío y enfermo. Esta es la herencia –que se quiere hacer invisible– de treinta años de minería en Tremor de Arriba, y en otros muchos lugares del Bierzo. Como diría Prada A Tope: «Nos han dejado ¡mierda!».
Mierda y delitos ecológicos. Basta con mirar el río. Desde las estribaciones de Catoute bajan dos arroyos antaño trucheros, el Fullinas y el Fervienza, que se juntan en el centro del pueblo y forman el río Tremor, afluente del Boeza, a su vez tributario del Sil, cuyas aguas acaban en el embalse de Bárcena para refrigerar térmicas, regar huertas y dar de beber a los bercianos. Toda la mierda que se eche aguas arriba, entra en la cadena ecológica.
Las galerías del pozo Ladil se derrumban y anegan, con la mamposta, el hierro y las mangueras dentro, y por la bocamina fluye un reguero espeso y maloliente, ferruñoso, que ha teñido de color mierda el cauce del Fervienza y del Tremor. Toda la flora y fauna del río han muerto: agua envenenada, y también envenenados los cultivos cercanos. Mierda y miseria es la herencia de la minería en Tremor. Un delito ecológico grave. ¿Hay algún responsable? Pregunten al Seprona, a la Guardia Civil, a la Confederación Hidrográfica (que ha abierto un expediente tarde, mal y arrastro), a la Fiscalía y a laDirección General de Minas de la Junta. En Valladolid saben los nombres de los chamiceros piratas hasta los conserjes. ¡Arriba las ramas!
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