Aquella mañana de niebla heladora, cuando el sol apenas se atrevía a rasgar las nubes, descubrí el prodigio: un rastro de huellas diminutas y rítmicas, dibujadas en el barro como un tatuaje efímero. Tres tacones, tres puntas, tres marcas de madera sobre el gélido suelo, anunciaban el paso de Gela «la de Labaniego», esa mujer que por aquel entonces tenía ochenta inviernos y que pasó su dilatada vida danzando sobre galochas. Y ahí me quedé, estupefacto, preguntándome por el milagro de esos zuecos que, a golpe de chasquido maderoso, vencen los charcos y el barro con la soberbia de un alimoche que planea sobre un abismo.
Porque no me negarán, querido lector, que la galocha —o madreña, o zuécalu, según donde la llame el paisanaje— guarda el misterio de las constelaciones rurales: un artilugio rudimentario que, sin embargo, resume siglos de sabiduría campesina y biomecánica intuitiva. Lo que parece un puñado de madera tallado con cariño y perseverancia es, en realidad, la respuesta milenaria a un territorio de lluvia y lodo, de veredas imposibles y ventiscas que no perdonan. Me decía Amable, un abuelo berciano, que las galochas son las pequeñas barcas con las que navegamos el océano del barro. Y así las veo yo, orgullosas y tozudas, como si cada paso fuera un testamento de la vida lenta, de la vida pensada, de la vida sin atajos.
¿Y qué tiene la galocha que se aferra todavía hoy al presente con la terquedad de lo eterno? Pues tres puntos de apoyo, una tríada mágica que hace tambalear cualquier teoría urbanita de la estética. Donde otros visten calzado de diseño y tecnologías espaciales, en el pueblo de Gela todavía algunas calzan la sencillez triangular, el «tac-tac-tac» que el cuerpo interpreta como un compás de vals para caminar por el fango. Bien lo sabe la ingeniería moderna: fraccionar la suela en tres puntos multiplica la estabilidad, reduce la fricción innecesaria, da al andar la libertad de adaptarse con galantería a un entorno inestable y, además, mantiene la cadena de calor en los pies.
La galocha se esculpe de una sola pieza de madera. No hace mucho, vi a Domingo, el gran artesano de la madera de Pereda de Ancares, tallando unas de abedul. Tres tacones firmes, decía el abuelo, que levantan a quien los calza por encima del chapoteo y la rutina. Porque en la aldea, si algo nos sobraba, era barro, y si algo escaseaba, era la paciencia para quitárnoslo de encima.
Pero no quiero quedarme en la pura anécdota de la galocha ni en la entrañable historia de la que fue mi vecina, Gela.
Quiero, lector cómplice, invitarte a sentir la paradoja de un mundo que presume de progreso, pero a veces arrincona la sabiduría ancestral en un rincón polvoriento. Mientras nos rendimos a las lisonjas del plástico y al brilli-brilli de la última moda, ¿no valdría la pena rescatar el rumor de la madera, ese crujir silencioso que nos conecta con la tierra? No estoy sugiriendo que salgamos a la calle todos en galochas —la ciudad es exigente y la rutina, implacable—, sino que recordemos que la tradición no es un fósil, sino una raíz que nos sostiene en la tormenta.
La galocha no es solo un objeto: es un modo de habitar el mundo. Las suelas talladas con mimo llevan la firma de artesanos como Domingo, que entienden los pliegues de la materia y el alma de la lluvia. Que las galochas calcen la memoria es la forma en que el pasado susurra en nuestros oídos: «Avanza, pero no olvides de dónde vienes».
Claro que la modernidad hace sus guiños. Hoy se han diseñado imitaciones de goma y se habla de aplicar plantillas con tecnología de la NASA, pero la esencia permanece: el triángulo de la galocha como escudo contra la resignación. Hay días en que imagino a Gela, con sus tacones de madera, bordeando el abismo de la modernidad: cables, asfalto, neones, apps, drones, pantallas y ruido… y ella, imperturbable, con su pasito paciente, clavando las galochas en el barro helado como quien escribe un poema en la nieve. Y me digo que sí, que en un mundo ansioso por borrar sus huellas, aún hay quien deja las suyas con la ternura de un bálsamo.
Y así, berciano lector, me despido con una última imagen para que la guardes como un tesoro: piensa en las galochas de Gela como una metáfora del sentido común, ese sentido que a veces no tiene sentido en un planeta descabezado. Tres tacones para sostener la cordura, tres puntales para alzarnos sobre el barro, tres notas para componer la sinfonía más humana: la de vivir sin perder el equilibrio. No lo olvides: cada huella que dejamos en el barro es una firma en el tratado de la memoria. Y la sinfonía de las galochas, dulce como un latido, seguirá recordándonos que la elegancia no es un asunto de moda, sino de raíces.
Alfonso Fernández-Manso es catedrático de Ingeniería y Ciencias Agroforestales. Universidad de León