―Os dejo, gente, me voy a casa, aún tengo que escribir la página del lunes para La Nueva Crónica.
¬¿Aún? ―mis amigos, un panadero y una médica, se sorprenden―. Esperamos que al menos tengas claro de qué vas a hablar.
Me escabullo como político en pandemia. ¿Cómo explicarles el proceso de la escritura? El panadero llega de madrugada al obrador, y se pone a mezclar harina con levadura, toma perlas de masa madre entre las manos y fabrica barras, molletes, hogazas, esculturas efímeras que la pala encamina al horno de cocción según el último pedido, sin preguntarse por qué el humilde hurmiento es capaz de transformar la inerte harina.
La cirujana viste la bata y los guantes, toma entre los dedos el bisturí láser y extirpa un quiste, un riñón, una verruga con cara de melanoma, sin necesidad de filosofar sobre la vida y la muerte, sobre la existencia divina.
Pero el escritor, estirpe maldita, no puede más que tomar un pan entre las manos y contemplarlo como Hamlet miraba la calavera ―“Ser o no ser, ésa es la cuestión”―, mientras la masa filosofada se vuelve ácida, y el paciente con melanoma se muere; pero el poeta, lo llorará conmovido.
El panadero y la cirujana ―que también tendrán sus filosofías y sus cuitas con la eternidad, pero no las meten en el horno a cocer, ni diseccionan paradojas con el bisturí― vuelven cada tarde a casa, llevando el fruto de su trabajo, pero, ¿y el poeta? ¿Cómo dar a comer a tus hijos una elegía a la masa madre, un soneto a la anestesia? ¿Cómo hacer que te respeten?
―Tómate otra caña, hombre. ¡Qué prisa tienes! Ya escribirás el artículo mañana, total…
Total, para lo que escribes, y para los que te leen… no se atreven a pronunciar lo que piensan, pero la duda queda flotando en el aire, y de tan leve, te aplasta.
Llego a casa con el cráneo aplastado: no es un día, ni una hora, sino siete días a la semana pensando en el artículo del lunes, en el anterior y en el siguiente, elaborando esta noticia con aquel titular, hilvanando lecturas y paseos, cosiendo una alegría con una lágrima, una memoria con un olvido. No puedes hacer otra cosa; pero tal vez los tuyos no lo entiendan, ni los ajenos tampoco; cualquiera puede escribir, chavalín, cualquiera puede ser novelista, periodista, incluso poeta, ¿de qué vas? En esta tierra, los que no saben vendimiar, sacan cestos.
Pero tú, sí me entiendes, ¿verdad, querido Nicanor García Ordiz, Cano, republicano irreverente y libertario? Llevo toda la semana pensando qué carta de júbilo escribirte, qué enhorabuena darte ―ahora que has fichado por Radio María― para que me tengas en tus oraciones… gramaticales.
Quiero tomar prestada la dedicatoria a tu padre ―con la que se abre tu última joya poética [Después a todo, Eolas, 2019]―, para añorar al mío: “Me puede el vértigo al recordarte y de nuevo, como tantas veces, te lloro, padre”. Quiero que me dejes la masa madre de tu poema “La plaza”, para escuchar: “Yo también te amo, me dijo. Y desde entonces nos citamos cada tarde en la pequeña plaza de los besos”.
En la plaza de las conversaciones pendientes van cayendo las horas como puñales ―todas hieren―, y la noticia de tu jubilación me contagia el desasosiego vírico de esta tolemia. ¿Seré yo el siguiente? Te has saltado dos años, colega del 60 ―yo estaba antes, pues soy del 58―, un respeto, guaje: cuando tú naciste, el Che Guevara y yo ya habíamos resuelto lo de Batista.
Ah, pero esta prisa no es sino otro puñal que sangra ausencias: se nos acaba de ir César Gavela ―y antes Fermín López Costero, la fatalidad convertida en teatro de sombras―, los dos sin avisar y tan a destiempo. Dime tú, Cano amigo, ¿cómo recuperar ahora las conversaciones que no tuvimos?
Compartimos algo, mucho, siempre demasiado poco; pero, ¿y todo lo que nos quedaba por hablar y reír juntos? Una obsesión se adueña de mis manos que amasan la levadura del despertar: no dejes ninguna confidencia pendiente, ninguna cita amiga aplazada, ningún abrazo sin dar, ningún orgasmo sin aliento, ninguna botella sin beber, ningún encuentro sin hacerle hueco en la agenda del destino.
La tarde en que leo tu jubilación, me llama una amiga con quien he recorrido caminos desde hace 40 años ―se dice pronto―, éramos jóvenes irreverentes en Radio Popular de Vigo cuando todo estaba prohibido: reír, follar, pensar. Desde entonces nos queremos, y respetamos, y sin embargo, ¡hemos hablado tan poco! ¡nos desconocemos tanto!
Me llama, la llamo, nos llamamos, quedamos, y por primera vez en 40 años, conversamos sin prisas, sin móviles, sin ropa, con aroma a sándalo; y sí, los iguales se reconocen ―querida María Xosé Porteiro―, pero ¿por qué nos cuesta tanto simplemente hablar?
Ahora que te jubileas, Cano jubiloso, no sin envidia te lo digo: espérame este otoño en El Bierzo, a la hora de la siesta del viernes, con la bicicleta de Mestre sobre las rodillas, con el farero de Fermín y el obispo Gavela de Mondoñedo, con Pereira y Carnicer, con Folgueral, con Noemí, con Fidalgo, y con toda la estirpe de las letras bercianas, para enhebrar juntos el filandón.
Nos escribes: “Qué extraña está la luna esta noche en el cielo. En noches como esta resulta fácil morir, pero el poeta camina”. El panadero nos alimenta y la médica nos sana, pero ¿quién, sino el poeta, nos enseñará a reventar silencios?
―¿Ya sabes de qué vas a escribir esta semana?
Sí, lo sé: voy a escribir una carta a Cano y otra a La Porteiro para agendar una cita junto al fuego de encina, para que no crezca una sola brizna de hierba en el sendero de la amistad. Después de todo, todas las horas hieren, solo la última mata.
Todas las horas hieren
-¿Ya sabes de qué vas a escribir esta semana? Sí, lo sé, voy a escribir una carta a Cano y otra a La Porteiro para agendar una cita junto al fuego de encina, para que no crezca una sola brizna de hierba en el sendero de la amistad
28/09/2020
Actualizado a
28/09/2020
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