Una chica sin suerte

Por Valentín Carrera

07/05/2018
 Actualizado a 12/09/2019
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Al llegar a la página 124, dejé la lectura del libro que cantaba blues entre mis manos —Una chica sin suerte, de Noemí Sabugal—, y salí disparado hacia la tienda de discos de El Corte Inglés (no digas marcas, que estamos en horario infantil), en busca de Big Mama Thornton in Europe. Por el camino pensé: “¡Qué extraño, una ciudad con veinte mil estudiantes y solo hay un sitio donde venden discos!”.

De vuelta, ya con mi Arhoolie Records en el bolsillo, me hacía otras preguntas: ¿Qué sé de Big Mama Thornton? Y de blues, ¿qué sé, qué sabemos del blues? ¿Y de los negros, no digamos de las negras gordas y con mala suerte? ¿Y de Montgomery, Alabama, sabrías tan siquiera situarla en el mapa?

Había comenzado a leer Una chica sin suerte por tres motivos: primero, porque es de mi escritora favorita de novela negra, Clarice Lispector Sabugal; segundo, porque está en una editorial de mesilla de noche, Ediciones del Viento, de mi amigo y admirado editor, Eduardo Riestra: sus ediciones de Jack London y Conan Doyle, y su Decamerón negro, me acompañaron en el camarote del Hespérides. Y tercero, porque, sin darme tiempo para comprarlo en la Feria de Ponferrada, me lo regaló una amiga de otro planeta, ajena a Riestra y a Noemí, guiada por su instinto lector: “Lo vi y no lo pude resistir”.

Una chica sin suerte aterrizó así en mis manos con la fascinación de una sorpresa: ¿Cómo se le habrá ocurrido a la leonesa Noemí Sabugal escribir una novela, que se lee de un tirón, sobre una cantante de blues nacida en Alabama? La respuesta es sencilla: pura literatura. Una autora en estado de gracia.

La novela habla de racismo, de la discriminación de los negros, que nos parece casi olvidada —pero es tan reciente, tan insensiblemente cercana—, en la década crucial de los sesenta: Martin Luther King, la guerra de Vietnam y una comunidad afroamericana en ebullición. Este es el telón de fondo sobre el que la autora nos obliga a repensar el racismo. Aquí y ahora, donde también hay mucho Ku-Klux-Klan suelto.

Para revolvernos las tripas, Sabugal escoge como hilo conductor la vida de una cantante de blues que tiene “los nervios como insectos sobre la piel”, Willie Mae Thornton Big Mama; pero, aún dentro de esa vida infeliz intuida en su monólogo interior, la novela se centra en la gira europea de Big Mama y sus músicos en 1965: treinta capitales, desde Berlín a Barcelona, de Estocolmo a Dublín, pasando por París o Londres, donde graban su famoso disco in Europe. Cinco semanas agotadoras, “moviéndose como una pulga de perro en perro” por los hoteles de Europa, bañados en cerveza y bourbon con leche, empeñados en encontrarse a sí mismos.

Eso es lo que hace Unlucky Girl, hurgar en el armario de su vida, la infancia de una negra pobre que triunfa gracias a su voz portentosa en un país donde los artistas negros no podían ni siquiera usar los baños de los bares en los que actuaban, o había cajas separadas para blancos y negros en los supermercados, las negras apenas servían para limpiar y tantas otras ignominias. De todo ello, Willie es dolorosamente consciente. Por eso este libro certero, que habla mucho de música, habla sobre todo de racismo, de justicia y de igualdad. Con una prosa que te mira de frente y dispara: “El amor siempre busca excusas”.“Todos nuestros dientes bailan en la oscuridad de la sala de conciertos”. “París es una ciudad inventada”.

La prosa negra de Noemí Sabugal te atrapa y sumerge en un concierto de blues: “El restaurante es tan pomposo que daña a la vista. Es como estar dentro de una tarta”. “Una hora después salen abrazados del pub, apoyándose el uno en el otro, barridos por el tipo chupado de la barra junto a las colillas, las servilletas de papel y las cáscaras de cacahuete”. “Baja la mano desde la cama hasta el suelo. Allí está la botella de whisky”. “Las luces que ciegan los ojos, las cabezas moviéndose debajo, algunos gritos, aplausos, la presencia segura y fría del micrófono en la mano, los chicos tocando sus instrumentos, detrás y a un lado y a otro, la garganta siguiendo sola al corazón, el corazón ignorando a la cabeza, la boca húmeda y caliente, el cuerpo ingrávido, los pies de arena”.

Lean cada párrafo escuchando Hound Dog [una de las veinte mejores canciones de todos los tiempos, según la revista Rolling Stones, grabada por Willie cuatro años antes de que la cantara Elvis Prestley]; relean sintiendo cómo Big Mama levita ingrávida y su voz te sacude y te golpea, y añade preguntas a tus preguntas sobre el éxito o el destino, ¿valdrá para algo todo esto que canto, que leo, que escribo? “A lo mejor mañana mi vida cambia”.

Cuando empiezas la lectura, la novela no te da tregua: la primera parte hace que te enamores de Willie y del blues: “El blues de la resistencia, el blues del hambre, el blues de la esperanza y de la desesperación” (¿pero cómo he podido vivir cincuenta años sin desayunar blues?).

En la segunda parte, el relato cambia de ritmo y vuela: Dusseldorf e Iserlohn son dos capítulos magistrales, pero no los vamos a transcribir. Pasen por su librería de guardia y pónganse ya las gafas y los cascos para leer y escuchar a Big Mama, Willie, una negra de Alabama sin suerte hasta que se cruzó en el camino de Clarice Lispector Sabugal.
—¿Un bourbon, Madame?
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