Mucho se ha hablado sobre la memoria gráfica de la pandemia en nuestro país. Son numerosas las imágenes de calles vacías, de los aplausos de las ocho de la tarde y de los incumplimientos de las medidas indicadas desde las autoridades, pero de lo que prácticamente no tenemos nada es de la parte más dura y trágica de la COVID-19. Imágenes que nos hagan recordar que han fallecido oficialmente más de 28.000 personas, a las que presumiblemente habría que añadir unas cuantas de miles más. Es incomprensible que ante una catástrofe de este calibre, haya habido una especie de apagón informativo en relación a imágenes que estuvieran a la altura de la crudeza de la situación que hemos sufrido.
Los fotoperiodistas se han quejado amargamente de que durante estos meses no han podido realizar su trabajo como les hubiera gustado, ejerciendo de notarios gráficos de lo que realmente estaba pasando en España. A estos también se han unido incluso varios representantes del sector médico, que se lamentan de que los medios de comunicación no hayan podido captar lo que realmente sucedió en las UCIs, para así poder concienciar a la sociedad de la situación en la que estamos todos aún inmersos. Son muchas las voces que defienden que si la gente viera imágenes impactantes de los últimos meses, esto serviría para que hoy en día no nos relajáramos en las medidas de prevención. Es cierto que en este punto siempre aparece el debate entre la delgada línea roja que separa el periodismo de rigor del sensacionalismo. Soy consciente de que es difícil discernir en algunos casos la idoneidad o no de publicar una imagen, pero lo que es evidente es que dentro de medio siglo cuando se hable de la COVID-19 habrá muchos datos y estadísticas numéricas, pero de lo que estarán escasos será de imágenes acordes con la realidad de lo que se vivió.
Sé que es jugar a adivinos valorar ahora si los españoles tendríamos más cuidado en nuestro día a día si ciertas imágenes sobre la COVID-19 hubieran golpeado nuestro estómago. A lo mejor seguiríamos siendo igual de irresponsables que como lo estamos siendo, pero quizás ciertos impactos visuales se hubieran quedado grabados en nuestras retinas para tomar conciencia de lo que hemos vivido y lo más importante, de lo que estamos viviendo todavía, porque no nos engañemos, falta mucho para despertarnos de esta pesadilla.
Se estarán preguntando por qué comparto esta reflexión ahora, cuando hemos dejado atrás de momento lo más duro de la pandemia. El culpable es el anuncio de la última campaña de la DGT, que utiliza el Palacio de Hielo de Madrid como escenario para concienciar a los españoles de la importancia de ser prudentes al volante para evitar accidentes de tráfico. La DGT nos tiene acostumbrados a imágenes duras, trágicas e impactantes en sus campañas publicitarias. Y si repiten esta línea argumental es porque habrán constatado que funciona. Pero no me digan que no deja de ser paradójico que tenga que ser la DGT quien muestre el interior del Palacio de Hielo de Madrid, eso sí, vacío. Todos adivinamos que esa pista blanca que vemos en el spot hace no mucho estaba llena de ataúdes, pero estamos obligados a tirar de nuestra imaginación para componer esa imagen y dudo de si esta composición produce el mismo efecto que una imagen real.
Es difícil de comprender cómo la DGT te da una bofetada de realidad para intentar reducir los casi 1.100 fallecidos del año pasado en las carreteras y con más de 28.000 muertos por la COVID-19 en sólo unos meses, seguimos con ese buenismo político y social, que huye de mostrar sin ciertos filtros la realidad de lo acontecido. Hasta que los científicos consigan dar con la vacuna en un laboratorio, quizás la mejor vacuna sería la de la sensibilización de la sociedad de lo que ha ocurrido realmente, aunque para ello se utilicen imágenes que duelan más que el pinchazo de una aguja.
El Palacio de Hielo vacío
02/07/2020
Actualizado a
02/07/2020
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