La luz trémula del amanecer se cuela entre los resquicios de la persiana. Se levanta y pone la radio. Suenan las señales del informativo de las siete de rne que dará paso al programa ‘Juntos paso a paso’, ese espacio que dedica una hora a los mayores. Los sábados se despierta como si estuviera programada, le ocurre desde que envió su colaboración al concurso de relatos para gente mayor de sesenta años. Se despierta y ya sabe lo que le espera: la sintonía del programa, las voces ya familiares de los presentadores y colaboradores, y las noticias sobre la marcha del concurso, que es la razón de su escucha. Levanta la persiana y mira fuera, a la estación cerrada, a su zona de aparcamiento sin taxis, al reloj. Siente que algo le falta, tan habituada a verla durante años y años siempre abierta, a cualquier hora del día, entrada y salida de una incesante corriente de viajeros que acudían a ese espacio familiar – metáfora de la vida y la muerte – en apariencia eterno. Aunque, en realidad, tenía una fecha de caducidad, por causas que escapan a su control, fáciles de explicar en los cálculos fríos de determinados gestores, pero incomprensibles para ella; razones que parecen regidas por una ley caprichosa empeñada en borrar sus señas de identidad, aquello que formaba su mundo. El programa de hoy corresponde al fallo del concurso de este año, que ya tiene ganadores en sus dos modalidades, relato y microrrelato. Un hombre y una mujer. Siente curiosidad. Los ganadores leerán sus trabajos al final del programa. Tenía esperanzas depositadas en el suyo y hasta el último momento creyó que sería seleccionado. El hecho de que el relato fuera posteriormente publicado y se hiciera una adaptación radiofónica del mismo, anuló sus escrúpulos hacia cualquier tipo de concurso, activó su dormida vanidad. Por fin llega el momento esperado, el ganador se dispone a dar lectura a su invención. Es una historia bien escrita, sentida, pero que no le convence tanto como la suya. Un grupo de viejos que decide prescindir de los relojes, del tiempo. La idea no es muy original; qué le preocupa a un anciano sino el paso inexorable del tiempo, de ahí a emprenderla a golpes contra los instrumentos que lo miden, solo hay un pequeño paso que los personajes del relato ganador se deciden a dar sin pararse a pensar en las consecuencias. Quizá el jurado aprecie ese espíritu anarquizante; sin embargo, ella prefiere otras historias, una como la suya, no tan bien escrita, pero más perturbadora.
Se ha tomado la molestia de grabar el programa para poder escuchar al menos una vez más el relato, pasados unos días. No le gustaría formarse una opinión precipitada. Por encima de todo quiere ser justa, y dar a cada uno lo que le corresponde, ser imparcial. Si al final decide que el suyo es inferior, dejará de escribir. Se buscará otra cosa, quizá dibujar o hacer música con los dientes en el peor de los casos. Siempre le gustó escribir, aunque nunca ficción. Lo suyo era reflexionar, comerse el coco, como dicen algunos. Descartó la idea del microrrelato, mejor una caminata larga, como las que acostumbra a dar todos los días hasta el río y vuelta a casa. En ocasiones hasta el cementerio, a ver el panteón familiar y cambiar impresiones con algún visitante. Cuatro folios, veinticuatro líneas cada uno, un reto asumible. Descartó algunos temas; nada de historias sentimentales o moralizantes, y se decidió por hacer un homenaje al escritor que más la había marcado. Escribiría sobre Borges. Pero el autor argentino en realidad es inabarcable, difícil de abordar sin caer en tópicos manidos. Al final, después de varios intentos fallidos, pergeñó un engendro que le pareció aceptable, digno del reto asumido: la historia de un viejo que no dejaba de soñar, de despertar siempre dentro de otro sueño.
Ayer era día de visita al cementerio. Tenía que hablar con su padre sobre la posibilidad de cambiar de casa, incluso la de buscarse una residencia. Podía hacerlo ante un retrato suyo, pero ella era alguien chapada a la antigua que piensa que el mejor lugar para evocar a los muertos es delante de su sepultura, en un cementerio. Se veía en la obligación de informarle de que su relato no había sido seleccionado. No creía que eso importase demasiado a un muerto. Allí, en el más allá, era probable que tuvieran otros asuntos de los que ocuparse (por otra parte, él nunca hubiera aprobado aquella veleidad del concurso). Al cruzar la puerta del cementerio tuvo la certeza de que sería su última visita viva a aquel lugar, que ya nada más tenía que decir a un muerto, que con el cambio proyectado de domicilio o el ingreso en un asilo, se interrumpiría aquella curiosa relación muerto-vivo que en ocasiones le hacía dudar de su equilibrio mental. Mientras se emborrona la luz del atardecer, pone en marcha la cinta en la que ha grabado el programa. Se siente uno de esos frikis, que dicen los jóvenes, anclados en el pasado, sin móvil, aún con radiocasete a cinta. Levanta la persiana, se asoma a la ventana y mira el reloj igual de anacrónico que su sueño de escritora. Detiene la cinta bruscamente cuando se acerca al final del relato de los locos «relojicidas», en el momento que una lágrima de necesaria autocompasión escapa de sus ojos al recordar a aquella pareja de recién casados – debían serlo por cómo se miraban – en medio de un tropel de viajeros cargados de bártulos, que se besaron, tras un momento de indecisión, el día que llegó por primera vez a aquella casa, feliz al poder ser testigo de un escenario por el que pasarían centenares de personajes distintos, únicos, venidos de lugares también distintos, remotos o próximos poco importaba, lo interesante sería lo que expresarían en el momento de pisar su lugar de destino; y ella estaría allí, a la misma hora, puntual, como el reloj, para registrar ese instante.
Basado en la fotografía y el texto de ‘Trazos’ titulado ‘La Arcadia o la antigua estación del Norte’ aparecido en LNC el 29 de abril de 2020
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