El arte de proteger el hogar en invierno

Por Marina Díez

20/12/2024
 Actualizado a 20/12/2024
Ramo leonés del Museo de la Emigración Leonesa. | MAURICIO PEÑA
Ramo leonés del Museo de la Emigración Leonesa. | MAURICIO PEÑA

El invierno llega como un susurro frío, cubriendo los tejados de escarcha y apagando los colores del campo. En estos días, mi hogar, o como deberíamos decir aquí en León, mi llariega, se convierte en un refugio lleno de calidez y significado. Llariega es una palabra que escuché por primera vez de niña; no solo significa hogar, sino todo lo que un hogar representa: raíces, calor y ese lugar donde las emociones encuentran descanso. Ojalá fuera un término que no se perdiera. Hoy quiero compartir contigo cómo transformo este espacio en un escudo contra el frío, un refugio contra las prisas y las sombras del año que termina. 

Escribo estas líneas desde la casa de mi abuela Magdalena, en Sopeña. Este pequeño pueblo, rodeado por las montañas leonesas, descansa en un valle tranquilo. Al asomarme por la ventana de la habitación, veo los pinos que se alzan en el monte justo detrás del pueblo, vigilantes desde lo alto, como si nos protegieran con su presencia silenciosa. Siempre he pensado que estos árboles, con sus raíces profundas y su fortaleza frente al invierno, nos enseñan que también nosotros podemos resistir las tormentas.

El ritual de proteger el hogar comienza con algo sencillo: abro las ventanas para que el aire fresco entre en cada rincón, arrastrando lo viejo y lo pesado. Mientras tanto, en un cuenco de cerámica que me acompaña desde hace años, enciendo un pequeño puñado de salvia seca. El humo denso sube hacia el techo, y con él dibujo círculos lentos alrededor de las puertas y ventanas. Pienso en todo lo que quiero dejar atrás: las palabras no dichas, los días grises, el cansancio. Dejo que el humo lo limpie todo, mientras murmuro una frase que me enseñaron de niña: «Lo malo se va, lo bueno se queda».

Cuando la casa respira ligera, me dirijo a La Cuesta. Camino con calma, recogiendo lo que el invierno me ofrece: ramas de pino, piñas pequeñas, un puñado de hojas secas. Siempre llevo un saquito de tela para recolectar lo necesario sin herir al paisaje. De regreso en casa, estas piezas se convierten en la esencia de mi decoración. Una rama de pino se acomoda en la entrada, como una guardiana invisible. Las piñas se agrupan en el centro de la mesa, y las hojas secas encuentran su lugar en un rincón del salón, junto a unas velas blancas y doradas.

Las velas tienen un papel especial en este ritual. Por las noches, cuando la casa ya está en silencio, enciendo una pequeña vela en la mesa junto al fuego. Su luz tiembla con suavidad, llenando la estancia de una calidez distinta, más allá del calor físico. Cierro los ojos y pienso en lo que quiero para este hogar: amor, paz, tiempo para disfrutar de los días simples. Con cada pensamiento, la llama parece brillar un poco más.

En la cocina, preparo una infusión de invierno que me enseñó la tía Elvira, descendiente de La Vid: canela, clavo y cáscaras de naranja. El aroma se extiende lentamente, envolviendo las habitaciones con una fragancia cálida que, para mí, siempre ha sido un abrazo invisible. A veces dejo la olla al fuego más tiempo, permitiendo que el aroma permanezca en el aire mientras escribo o leo junto al ventanal.

La entrada de la casa también tiene su propio ritual. Allí, siempre coloco un pequeño ramo de laurel y romero, atado con un hilo rojo. Estas plantas, protectoras desde tiempos antiguos, me recuerdan que el hogar es un espacio sagrado. A veces, dibujo con tiza un símbolo que me inspira protección y fuerza, y lo dejo ahí hasta que el viento, el agua o la nieve lo borran.

Por último, cada diciembre monto un pequeño altar para el solsticio de invierno. Es mi manera de honrar la vida que persiste bajo el frío, esa promesa de luz que siempre regresa. Sobre una mesa coloco las ramas de pino, una vela grande, unos cristales que he recolectado a lo largo del año, y un cuenco con frutos secos como ofrenda simbólica. Me siento frente al altar y reflexiono sobre el año que se va. Es un momento íntimo, donde las emociones afloran y el agradecimiento ocupa su lugar. Presta mucho más si lo haces con la cocina de leña encendida o cerca de la chimenea.

Cuando el ritual termina en Sopeña, la casa parece distinta. No es que haya cambiado nada físico; las paredes siguen siendo las mismas, el fuego sigue chisporroteando en el hogar. Pero el ambiente es otro: ligero, lleno de calma, casi como si la casa misma respirara. Con el corazón tranquilo, vuelvo a León capital y realizo el mismo ritual en mi casa de la ciudad. Allí, todo permanece hasta el cambio de estación, cuando un nuevo ciclo trae consigo otra celebración por disfrutar. En casa de la abuela no me atrevo a dejarlo, porque sino me llevaría un buen tirón de orejas.

Cada año me maravilla cómo algo tan simple puede cambiar tanto. Y aunque estas acciones nacen de la tradición y el instinto, espero que quien entre en mi hogar sienta lo mismo: un abrazo cálido, una invitación a la paz. Porque proteger el hogar, al final, es una manera de proteger el corazón.

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