Crisálida

Por Juan Pedro Aparicio

Juan Pedro Aparicio
21/07/2024
 Actualizado a 21/07/2024
Luis Mateo Díez. | MAURICIO PEÑA
Luis Mateo Díez. | MAURICIO PEÑA

Luis Mateo ya había escrito un primer libro de cuentos cuando lo conocí, Memorial de hierbas, unos textos todavía inéditos cuya invención y escritura me deslumbraron, bien es verdad que previamente me los había contado uno a uno José María Merino con ese genio refabulador que solo él tiene. 

Luis Mateo trabajaba entonces en una novela, la primera de las suyas, cuyo protagonista era un tal Marcos Parra, periodista de El Vespertino, un periódico de provincias, de una provincia innominada, que tenía una aureola de profunda decadencia. Era una novela en embrión a la búsqueda incesante de un enfoque, en un continuo pasar del pensamiento al papel, de una redacción a otra, en una tarea circular mucho más gozosa que esforzada, pues Luis Mateo disfrutaba a lo Flaubert, siempre al encuentro de la mot juste, y no se permitía pasar a la palabra siguiente sin haber calibrado bien la anterior; así con cada una de las trescientas y pico palabras de un folio, las cinco mil de un capítulo, las cien mil o más de una novela. 

Eso fue así durante mucho tiempo, hasta que un buen día, tras muchas intentonas, vueltas y revueltas, idas y venidas, el nivel freático de esa muchedumbre de ficción que bullía de modo obsesivo en su cabeza alcanzó el punto crítico y se derramó entera como fecunda escorrentía por la superficie blanca de los folios hasta desembocar en esa gran novela que es Las estaciones provinciales. 

Y ya con el genio domado, liberado del aluvión de brumas que entorpecía el camino, Luis Mateo logró una magnífica fluidez. Porque la novela que siguió, La fuente de la edad, la que causó general admiración, vino a la vida en apenas dos años, tres a lo sumo, en contraste con los ocho, si no recuerdo mal, que había empleado para contarnos las aventuras de Marcos Parra.

Luego, más pronto que tarde, vinieron las demás: Las horas completas, El expediente del náufrago, Camino de perdición... Lo que había empezado con una obsesión —unir por primera vez dos palabras— cuajó en una prosa admirable dotada de una permanente sensación inaugural; incontables son las palabras que su genio expresivo ha unido por primera vez de modo que sus lectores pueden reconocer sus textos sin saber previamente el nombre del autor. 

Pero hay un momento en que Luis Mateo, no conforme con haber puesto distancia con ese escenario al que nunca había dado nombre, la tierra leonesa, sintió la necesidad de crear uno suyo, propio y exclusivo. Hablo de Celama y las Ciudades de Sombra. De niños, casi todos hemos tenido gusanos de seda en casa y los hemos visto construir ese capullo que como una celda compacta los aísla del mundo en el que se han criado. Mateo, al renunciar explícitamente a su referente biográfico, se aplica en la construcción de un edificio literario tan cerrado y hermético como ese capullo. Pero del mismo modo que el gusano ha necesitado alimentarse de hojas de morera, y solo de hojas de morera, pues no valen las de cualquier otra planta, los nutrientes de Luis Mateo son precisamente aquellos de los que se alimentó en su infancia, en su adolescencia y en su primera juventud. 

Dicho de otra manera, el vigoroso acervo espiritual de Luis Mateo, y del que ha surgido su magna obra literaria, no es otro que el referente eludido: esa provincia con una aureola deslumbrante de profunda decadencia. Porque, en ese propósito de esquivar los rasgos identificadores de lugares y personas, se produce un inevitable deslizamiento hacia el retrato de un mundo atroz y doliente, un mundo sin apenas esperanza, pero ocasionalmente capaz de reírse de sí mismo y, todavía mejor, de hacer reír a sus lectores, un mundo en el que la luz y la oscuridad se dan prodigiosamente la mano. 

Y es así, con Celama, como el escritor, que se había criado en un ambiente familiar de amor a los libros, logra la máxima depuración de su literatura, como si él mismo fuera el personaje que escribe la novela que lo contiene, al igual que el narrador de Onetti en Santa María. 

Es Celama un vocablo trisilábico como Comala, la obra maestra de Juan Rulfo y algún parentesco tiene con ella, también con la Región de Juan Benet —que no en vano vivió algunos años en tierras leonesas—, y a la que recuerda vagamente. Ambas, Comala y Región, remiten a un espacio vital estanco habitado por seres en desconexión con el latido del mundo circundante, del que se muestran ajenos. 

Hablamos de un referente que va mucho más allá de lo territorial, hablamos sobre todo de un referente de «perdedores», esa condición que tanto ha inspirado con una piedad, tan tierna como algo burlona, a Luis Mateo. Un referente de hojas caídas ciertamente, pero esas hojas son las que, al alfombrar los caminos otoñales, rejuvenecen y vigorizan la condición del suelo con sus nutrientes, y así la prosa del creador de Celama fecunda el territorio de nuestra literatura a la que dota de una mirada caracterizada por una genuina y muy personal belleza expresiva.
 

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