De todos los Luis Mateos que conozco (y de algunos de los cuales escribirán seguro mis compañeros en este libro caleidescópico dedicado al amigo y último Premio Cervantes mejor de lo que yo lo haría) elegiré uno que tiene que ver con una de sus facetas menos conocidas pese a su último libro publicado, toda una declaración de amor al cine, que tantos sueños alimentó en él. En El limbo de los cines está mucha de la inspiración que llena las novelas de Mateo como las de la mayoría de los escritores que crecimos en la segunda mitad de un siglo XX cuya principal aportación al arte fue el cine. Como todos los niños de su tiempo, Luis Mateo creció en ese limbo de los sueños, de las imágenes que brotan de la pantalla en la sala oscura y de la propia imaginación.
Por azares del destino, he tenido el privilegio de compartir con Luis Mateo sus dos primeras aproximaciones a ese mundo fabuloso, algo que ni él ni yo posiblemente imaginamos jamás cuando en los cines de nuestra infancia y adolescencia soñábamos despiertos mientras fuera de ellos la realidad seguía su curso. No sé en el caso de Luis Mateo, pero yo nunca imaginé que algún día pasaría detrás de la pantalla, incluso aparecería en ella como un actor impostado al que después vería desde las butacas como a los de verdad.
La primera aproximación al cine la compartimos Luis Mateo y yo con otros tres escritores, los también leoneses Antonio Pereira, José María Merino y Pedro García Trapiello, y lo hicimos empujados por un director de cine, José María Martín Sarmiento, un paisano afincado en París que quiso que su primer largometraje recogiera una tradición, la de los filandones vecinales a través de los cuales se trasmitió durante siglos la memoria de una tierra llena de historias y de leyendas, y hacerlo a través de los relatos de cinco escritores de la provincia herederos de esa estirpe de contadores anónimos. El filandón fue el fruto de esa colaboración literaria, una película que con el tiempo se convirtió en una referencia y en un símbolo para mucha gente, principalmente en una provincia que vio en esa película coral un retrato de sí misma y un espejo en el que reflejarse. Gracias a ella, además, el filandón se recuperó como tradición, incluso, modernizada, viajó por todo el mundo de la mano de Luis Mateo y sus inseparables Merino y Aparicio, que han hecho de ella otra excusa para contar y poder estar juntos más tiempo.
La segunda aproximación al cine que compartí con Luis Mateo tuvo otras circunstancias y sucedió después de que una novela mía fuese llevada al cine convirtiéndome en guionista accidental, pues, fuera de mi contribución a El filandón, nunca pensé escribir para el cine. En esta ocasión fue otro cineasta, Julio Sánchez Valdés, el que me empujó a hacerlo y la experiencia me resultó tan estimulante que repetí al poco tiempo escribiendo con él el guion de su siguiente película, que no fue otra que la adaptación de la novela de Luis Mateo La fuente de la edad. Lo escribimos al poco de publicada la novela en la oficina de la productora en la calle de los Caños del Peral, cerca de la plaza de la Ópera de Madrid, y fue una experiencia aún más gratificante que la de la escritura del guion de Luna de lobos, mi primera novela. Recuerdo a Luis Mateo apareciendo por la oficina en la que escribíamos cuando lo reclamábamos para contrastar con él el trabajo de adaptación y su ironía y generosidad de autor sin ninguna ínfula al escucharnos hablar a Julio Sánchez Valdés y a mí de las interioridades de su gran novela. Y digo grande porque, además de serlo por su calidad, La fuente de la edad lo es por la cantidad de historias que se entrelazan en su narración y por los múltiples personajes que viven en ellas, todos desamparados y denortados como es costumbre en las novelas de Luis Mateo. Elegir los más importantes, así como las principales historias, fue el primer trabajo que Julio Sánchez Valdés y yo acometimos antes de comenzar a escribir el guion y puedo atestiguar que no fue tarea fácil ni mucho menos. Por suerte contamos con la comprensión infinita de Luis Mateo, que, lejos de contribuir a nuestra indecisión en algunos momentos de la selección, nos dejó total libertad, cosa que nos alivió bastante. Más en mi caso, pues al ser también escritor como él, tenía la sensación de invadir el territorio narrativo de otro. Aprendí mucho con la escritura de aquel guion y no solo respecto al cine, también de la literatura de Luis Mateo, que, aunque conocía bien por haberla leído prácticamente toda, no había diseccionado como ahora hacía tanto desde la perspectiva novelesca como desde la lingüística. Pues también Julio Sánchez Valdés y yo tuvimos que aprender el fraseo discursivo de los diálogos de los personajes de la novela a la hora de llevarlos al guion. No es igual leer una frase que escucharla en alta voz y lo mismo cabe decir de las oraciones dichas por los actores que habrán de repetir las de los personajes escritas en el papel. De uno de estos, el desharrapado poeta que baila con una antigua novia en la fi esta del Casino provincial al que por una vez y sin que sirva de precedente ha tenido acceso al haber ganado un amigo la flor natural de la institución, tomo la frase que me ronda la cabeza desde que comencé a escribir este recuerdo de Luis Mateo comprobando los años que ya han transcurrido desde aquellos encuentros en la calle de los Caños del Peral para hablar del guion de La fuente de la edad y que son ya más de treinta pese a que a mí se me han pasado en un abrir y cerrar de ojos, como supongo le sucederá a Luis Mateo, hoy flamante Premio Cervantes pero con el espíritu irredento de aquellos poetas bohemios y desastrados de la novela que yo contribuí a llevar al cine: «La edad es un mal sueño».