‘El Rubio’ de Lillo

Fulgencio Fernández y Mauricio Peña
25/06/2024
 Actualizado a 25/06/2024
| MAURICIO PEÑA
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La estufa de forja de El Rubio de Puebla de Lillo tenía dos letras en su frontal: «DC». A la pregunta de su significado la mujer de la casa responde «David y Clara, que soy yo», y la otra mitad de las letras de bronce matiza: «O Clara y David, que después de setenta años juntos, qué más da quién se ponga delante».

David estaba nervioso aquella mañana, era su día, en la feria de Lillo iba a ejercer otra vez su vieja profesión de matarife (seguramente el último del pueblo) pero, además, le hacían un homenaje por ello. Viéndole allí sentado, recibiendo parabienes, dando explicaciones de todos los secretos de la matanza, es inevitable pensar que si estas celebraciones tienen un sentido, una justificación, es darle unos minutos de felicidad a un paisano como David (y a Clara, tan nerviosa como él mientras atiza la estufa). 

El homenaje no es al matarife, era a dos vidas escondidas detrás de aquellas letras DC. A aquella pareja que en los tiempos de meter la hierba marchaban juntos al amanecer para el lejano valle de Illarga «de todo el día», tan cansados que se quedaba dormido y pese a traqueteo del carro por los caminos de piedra el paisano no se despertaba hasta llegar a destino y tener que coger la guadaña. Clara se había pasado la noche adelantando trabajo, preparando a los niños.

El domingo de fiesta en León se tiñó de luto en los recuerdos, David del Prado, El Rubio, se había apagado. Pensé que, al menos, había tenido aquel día ‘de gloria’ en el homenaje de Lillo; pero fue inevitable pensar en su nieta Natalia, que veía por sus ojos, pero, sobre todo, en Clara, que cada vez que vea la D en la estufa se le vendrá el mundo encima; solo le consolará pensar que puede estar con Candi, aquella hija que tuvieron que enterrar en el día más duro de sus vidas.

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