Cada vez que veo una imagen de jóvenes haciendo con su móvil algo que nada tiene que ver con su primer nombre de teléfono reconozco que me dan ganas de sumarme a la tendencia generacional de ponerme a despotricar, a lamentar cómo pierden el tiempo, a reivindicar el frío que pasábamos en la plaza del pueblo viendo cómo caía una helada de no te menees y cosas similares. No es menos cierto que después de ver pasar por ese trance a tres hijos, varios sobrinos y muchos colegas me salen muchos granos de incomprensión y no me broto con cualquier pijadina de poca índole.
Pero, al margen de lo apuntado, cuento hasta tres antes de abrir la bocona y recuerdo la reflexión repetida de un vecino cada vez que se venían a quejar de alguna trastada de los chavales a los que suponemos las 24 horas enganchados al móvil.
- ¿Te has dado cuenta de que estamos todo el día reivindicando lo simpáticos que éramos y lo bien que lo pasábamos cuando le robábamos las peras a los vecinos para tirarlas al río o las patatas de las tierras para asarlas debajo del puente de Santa María? Y aquellas peras y aquellas patatas les hacían falta a las familias para comer, para hacer mermelada y tortilla, dos manjares.
– ¿Y?
– Que cuando ahora los chavales roban unas peras o unas patatas les acusamos de todo, de sinvergüenzas, amenazamos con ir al cuartel...
– Y ahora las peras se pudren en el árbol.
Y si no van a robar y se quedan con su móvil y su mundo... pues todavía peor.
Lo que no impide que sea una realidad que esos aparatos los inventaron para llamar. También el inventor del altavoz nunca pensó que serviría a tanto desgarramantas.