Gorriones y veraneantes

02/10/2024
 Actualizado a 02/10/2024
| MAURICIO PEÑA
| MAURICIO PEÑA

El final del verano puede leerse en las hojas del calendario, verse al pasar delante de las piscinas cerradas y los colegios abiertos, sentirse cuando las calles de muchos pueblos quedan vacías, disfrutarse cuando comienzan los bosques a lucir una gama de colores que ni se va a repetir en ningún otro momento ni hay paleta de pintor que sea capaz de recoger tantas tonalidades. Mientras tanto gritan bajo las botas de los caminantes las hojas secas que van abandonando a los árboles hasta la primavera.

Pero hay una frase que es la que define el final del verano, la nostalgia de las calles llenas, el recuerdo de las orquestas de las fiestas... «Ya no quedamos más que los gorriones, los de todos los años».

Los vecinos invernales siempre se han sentido gorriones, esos pájaros humildes que aguantan callados los rigores de los inviernos sin irse y se asoman a las ventanas en los amaneceres de nieve. 

Y junto a los gorriones –pardales si lo prefieres–los restos olvidados de unos meses viviendo una vida que no es la suya, de ruidos en tierras de silencios, de juegos infantiles en parques con máquinas para jubilados, de bailes sin acordeones ni pandereta sino con orquestas que bajan la puerta de sus camiones y apagan sus luces y haces de rayos láser hasta el año que viene, hasta unas nuevas patronales en las que los pavos reales gastan todo lo que han ahorrado los pardales en el largo invierno.

Solo los gorriones miran para los muñecos olvidados, para las bicicletas estropeadas, para los vasos de plástico posados en las ventanas de las casas vacías, para la barra del bar de la fiesta sin desmontar, para el eterno renacer que cada otoño muere. 

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