No es la casa de Juan. El letrero dice, decía, Casa Juan, porque un amigo le regaló el cartel en mármol y Juan lo enseñaba orgulloso; pero la casa, los bancos, las mesas, el barco... los hizo este buen paisano para todos. Nada le hace más feliz que ver que la gente se detiene allí y descansa en la casa o el minichozo, que algunos chavales se sientan a jugar al ajedrez en el que hizo con piedras sobre el dibujo de una mesa —«un ajedrez de la edad de piedra», bromea—, que alaben sus trabajos. Y si le dan conversación, habla; y si prefieren el silencio él sigue a lo suyo, con su serrote y los palos que el río expulsa.
Juan es de Tolibia (y Rucayo). Condujo rebaños de ovejas, fue pinche de albañil y al jubilarse pensó que mucho mejor que recorrer bares era hacer algo de provecho en la Candamia. Le arrancó a la maleza, a una verdadera selva, un trozo de terreno que desbrozó a base de hoz y paciencia para levantar una especie de rincón de descanso para quien lo quiera, nada a cambio.
El gran orgullo de Juan es ser sobrino de una leyenda de la lucha leonesa, El Sastrín de Rucayo (de ahí que diga ser de Tolibia y Rucayo). Guardaba en casa como gran recuerdo del ídolo asesinado en la guerra la hebilla de plata de Campeón Provincial, del primero de los celebrados, histórico ¿Sabéis que hizo con ella? Se la donó al Museo de los Pueblos de Mansilla, para disfrute de todos, como el espacio que había limpiado en la Candamia.
Se lo han quemado. Hace falta ser malnacido y lo que no me atrevo a poner en papel. Juan no temía a los legalismos pues nada malo veía en lo hecho, pero que haya tipos que se lo destrozaran no le entraba en la cabeza. Pues los hay.