Esta cosa de la extracción rural -que no hay manera de deshacerse del pelo de la dehesa- ha hecho del abanico un instrumento fetiche que seguramente no lo sea; pero cuando uno ve un abanico o una mantilla -y ya no te cuento los dos juntos- no puede por menos que volar a esos bodorrios que salen en los que llaman programas del corazón o imaginar a esas señoronas con mantón de manila que se abanican en los toros al lado de un señorón con un puro que no molesta al de la fila inferior porque siempre están en la primera fila.
Y el arte con el que mueven el artefacto es el que marca las distancias con esos otros abanicos que dan en las fiestas de los sindicatos agrarios cuando hacen la fiesta por el verano y regalan un abanico para ellas y un sombrero de paja con una cinta que lleva el nombre del sindicato para ellos.
Hasta que llegó Locomía y me llenó la cabeza de pájaros, ya no sabía qué pensar de nada; y me llevaba, como tantas cosas, a esa infancia de recuerdos imborrables, cuando solo se atrevían a lucir los abanicos los ricos y los veraneantes. Y, entre los ricos, los más ricos eran una familia que había hecho fortuna en Méjico (entonces se escribía con jota) y cuando hacía mucho calor la madre pedía: «Niña, saca los ventiladores».
Y sacaba unos abanicos. Lo que mal empieza...
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