Pocas veces he comprado un libro por el título, tal vez un par de ellas. Una porque me parecía el precursor de los manuales de autoayuda, era ‘Para qué sirven los charcos’, pues estaba convencido de que si llegaba a un congreso de filósofos —que en León es tomar los vinos— y aseguraba saber para qué sirven los charcos los disidentes de guardia se iban a rendir a mis pies, mucha sabiduría para uno de escuela rural no agrupada.
El segundo fue ‘Nunca le des la mano a un pistolero zurdo’, de cuando Benjamín Prado no salía en la tele, porque pensé que traería explicaciones de cómo maliciar de todo y de todos, como defenderse de la cantidad de emboscados que por el mundo caminan, pistoleros zurdos camuflados de vaya a usted a saber quién. Pero, la verdad, nada de nada de lo que esperaba.
Y, finalmente, fue ‘No es tan fiero el león como lo pintan’ pues creí que explicaba cómo es posible que estemos convencidos los que de León somos del miedo que metemos por el mundo, que nos ponen alfombras en los aeropuertos porque somos la cuna del parlamentarismo, pero a la hora de la verdad cuando hay que poner una empresa la llevan a otra parte. Y tampoco hablaba de eso el libro.
Hasta que llegó Saúl con la foto y me lo dijo: «No es tan fiero el león como la pintan». Que cualquier guaje parece Ángel Cristo ante el peligro.
En la siguiente secuencia ya mete la cabeza en las mandíbulas del León.