El peor llanto de un niño, y el más sincero a la vez, es aquel que brota hasta sus mejillas cuando llega a casa triste, no habla, se refugia en una esquina y coge su muñeca.
Cuesta trabajo sacarle el motivo de su pena pero un niño siempre se acaba rindiendo al calor de las caricias de una madre y finalmente confiesa, suelta el dolor que lleva dentro: «Hoy en el cole mi mejor amiga me ha dicho que no me quiere»; que en la vieja versión de la jerga infantil, sobre todo en el caso de los niños, es el eterno «ya no te ajunto».
Pocas veces una madre se ve tan desarmada de argumentos como cuando a la niña le han dicho lo más terrible: «Ya no te quiero».
Entonces la niña se aferra a alguien que jamás le dirá no te quiero, le acariciará las manos como seguramente le gustaría que le acariciaran las suyas; le hablará bajito y con frases llenas de complicidad. Se refugiará en un mundo sin insultos, exabruptos, voces, mentiras y disculpas falsas.
Parece estar preguntándonos, ella que no soporta las devastaciones de la amistad perdida, cómo somos capaces de movernos en estas sociedades en las que a cada minuto nos estamos echando en cara una desamistad eterna. Y sin muñecas en las que refugiar nuestra desazón.
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